Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

martes, 30 de marzo de 2010

Expansión y Etología Humana





Finalmente es fascinante reconocer que todos los indicios arqueológicos apuntan al hecho de que la clave de la expansión de las poblaciones humanas hacia las zonas templadas y frías fue su capacidad de domeñar y controlar el fuego, éste es uno de los saltos más sobresalientes en la conquista de la naturaleza que realizó la humanidad, pues no sólo abrió enormes áreas a la explotación, sino que eventualmente iba a hacer posible el empleo de la cerámica y de los metales, a través de los procesos de cocido y de la fundición, estos logros iban a dar a su inventor el dominio del planeta tierra, y la posibilidad de explorar los límites más alejados del sistema solar.

Además de las condiciones ecológicas, conviene que sepamos el entorno sociológico y cultural de estos primeros hombres, en las hembras de las especies de primates no humanos, incluidos los grandes simios, los pechos aumentan de tamaño únicamente durante la lactancia, en las hembras humanas el pecho se desarrolla en la pubertad, adoptando a menudo formas pendulares, y permanece así con independencia de que se produzca, o no, lactancia, el tamaño determina fundamentalmente la presencia de tejidos grasos que no tienen nada que ver con las glándulas que segregan la leche y que no guardan relación alguna con la cantidad de leche que una mujer puede producir durante la lactancia. La teoría de que los pechos hinchados representan una traslación de las señales sexuales desde la parte trasera a la parte delantera del cuerpo la propuso por primera vez Desmod Morris en su obra “El mono Desnudo”, el vello púbico y la posición de los genitales externos masculinos y femeninos, señaló Morris, se adaptan a la utilización de la parte delantera del torso en posición vertical para los “displays” sexuales.

Morris tuvo, así mismo, la idea de que los pechos de las hembras homínidas imitaban las tumescencias sexuales de algún ancestro de los simios y que cobraron eficacia como señales sexuales porque se basaban en propensiones visuales de otros simios ancestrales, como toque final, Morris afirmó que los senos y los labios de la mujer formaban una unidad en la cual la abertura de los bordes encarnados de la boca vino a representar la abertura de bordes encarnados de una vagina de simia. Se ha criticado esta teoría aduciendo que los grandes pechos deberían haber extinguido el interés sexual de los machos en lugar de excitarlo, ya que entre los simios, como se ha señalado, las mamas de las hembras se desarrollan sólo durante la lactancia y ésta, a su vez, suprime el ciclo ovulatorio, volviendo a las hembras temporalmente estériles, los grandes pechos hubieran servido como señal de que la hembra no se hallaba en condiciones de quedar embarazada y, por lo tanto, habrían repelido a los pretendientes masculinos, en lugar de atraerlos, esta objeción, sin embargo, no se sostendría en el caso de un homínido cuyos hábitos apareatorios se asemejaran a los del chimpancé pigmeo, en consonancia con el estilo de vida normalmente hipersexual del chimpancé pigmeo, las hembras preñadas y las madres lactantes siguen copulando, si la recompensa reproductora de la receptividad sexual permanente estuviera efectivamente mediatizada por los efectos fortalecedores de los vínculos sociales, ¿no cabría esperar una extensión gradual de la actividad sexual a fases cada vez más avanzadas del embarazo y cada vez más tempranas de la lactancia?

Dar y tomar, es decir, intercambio, es el cemento que mantiene unidas a las sociedades humanas, la forma primigenia de intercambio es el dar y tomar servicios encarnado en el coito; sexo por sexo, además, los primates se turnan para desparasitarse o limpiarse cuidadosamente la piel o el pelaje unos a otros, nuevo ejemplo de intercambio de servicio por servicio, pero fuera de la transferencia de leche materna a la cría o de la eyaculación a la vagina, el intercambio de “servicios” por “bienes” ocurre muy rara vez; con la regularización progresiva de los intercambios de sexo por comida, las hembras habrían podido obtener una parte importante de su suministro de alimentos gracias a sus consortes masculinos, además, al competir por la atención de los machos más productivos y generosos, las hembras descubrirían inevitablemente el célebre sistema de conquistas al macho por el estómago y, le darían de comer bocados selectos de su propia cosecha: hormigas y termitas, o algún tubérculo de gran tamaño. Los efectos vinculadores del intercambio de bienes por bienes aumentan si cada parte cede a la otra algo que ésta desea pero que no posee, por lo tanto, hay muchísimas probabilidades de que los machos y hembras realizaran formas similares de intercambio: insectos y alimentos vegetales recolectados por las hembras a cambio de trozos de carne, fruto de la actividad cinegética o carroñera de los machos, un efecto inevitable del incremento y diversificación del intercambio fue, seguramente, la formación de asociaciones entre subconjuntos de donadores y receptores de ambos sexos, los individuos podían permitirse el lujo de prestar servicios sexuales a todos los componentes de la tropa, tenían más que de sobre para dar, pero no de donar alimentos de forma indiscriminada, ya que la comida es mucho más escasa que el sexo, estas asociaciones que concretaban los intercambios alimentarios en dos o tres grupos menores que la tropa en su totalidad habrían constituido los embriones protoculturales de las familias, sin embargo, para prevenir la disolución de la tropa, se tenía que mantener cierto grado de intercambio entre estas protofamilias, entre ellas y dentro de ellas, los donadores tenían que tener la seguridad de que el flujo acabaría invirtiéndose, no necesariamente de que se les fuera a devolver lo mismo que habían dado, ni tampoco de manera inmediata, pero sí en cierta medida y de tanto en tanto, de lo contrario, habrían dejado de dar.

Los intercambios verdaderamente complejos tuvieron seguramente que esperar a la aparición del lenguaje, con su capacidad para dar expresión formal a los derechos y obligaciones bienes y servicios. Pero, una vez superada la fase de despegue cultural, las relaciones de intercambio pudieron evolucionar rápidamente hacia distintas clases de transacciones económicas: intercambio de regalos, trueque, comercio, redistribución, grabación fiscal; finalmente, compraventa y sueldos y salarios; Mediante estructuras repetitivas y cíclicas, mediante permutaciones y combinaciones de diferentes recompensas adecuadas a diferentes pulsiones y necesidades, tejiendo redes de complejidad fantástica, vinculadoras de individuos con individuos, instituciones con instituciones, grupo con grupos, el intercambio estuvo destinado a convertir a los miembros de nuestra especie no sólo en las criaturas más intensamente sexuales, sino también en las más intensamente sociales de la Tierra.

Gozan de gran popularidad las teorías propuestas por quienes insisten en que los primeros humanos fueron monógamos y vivían en tropas o bandas integradas por familias nucleares, compuestas a su vez de una pareja y sus crías, el razonamiento en que se funda este punto de vista es que la sexualidad humana, al basarse en una postura frontal, de cara a cara, personaliza, conduce de manera natural a la formación de fuertes vínculos entre el hombre y la mujer, presuntamente, tales vínculos de pareja ofrecen la mejor garantía de que las crías humanas van a recibir alimento y educación durante su largo período de dependencia, a algunos antropólogos les gusta redondear la hipótesis postulando una conexión entre la monogamia y la existencia de una base-hogar, mientras que el marido–padre se va de cacería y regresa cada noche para compartir sus capturas. Estamos de acuerdo en que los intercambios de comida y sexo llevaron seguramente al desarrollo de vínculos más fuertes entre algunos machos y algunas hembras, pero no vemos por qué tuvieran que ser éstos exclusivamente binarios.

Seamos igualmente escépticos por lo que respecta a la parte de esta teoría que postula una base-hogar primigenia atendida por hembras hogareñas cuyos compañeros de sexo masculino vagaban de aquí para allá en busca de carne, consideramos muchos más probable que los machos, hembras y crías recorrieran juntos el territorio formando una tropa y que las hembras no lactantes intervinieran activamente en las tareas de ahuyentar a los carroñeros, combatir a los depredadores y perseguir a las presas, las corredoras de maratón están acortando continuamente la distancia que las separa de sus competidores masculinos.

Las teorías sobre el incesto basadas en la selección cultural cuadran mejor con los elementos de juicio de que se dispone, que las basadas en la selección natural, el conjunto básico de tabúes contra el incesto se originó durante la fase cazadora / recolectora de la evolución cultural, cuando la escasa disponibilidad de alimentos de origen vegetal y animal obligaba a las gentes a vivir en pequeñas bandas integradas por veinte o treinta individuos, los estudios sobre las bandas contemporáneas de cazadores / recolectores muestran que impedir las uniones sexuales en el seno del grupo es esencial no tanto para alejar el riesgo de una posible descendencia con taras físicas como porque los grupos de ese tamaño son demasiado pequeños para satisfacer por si solos sus necesidades y apetitos biopsicológicos y corren peligro de extinción si no establecen relaciones pacíficas y cooperativas con sus vecinos. Una banda endógama, esto es, que se reprodujese dentro del grupo, se enfrentaría a vecinos permanentemente hostiles y estaría confinada a un territorio que podría resultar demasiado reducido en años de sequía, inundaciones u otras alteraciones climáticas, además, al contar únicamente con una veintena o treintena de miembros, se expondría el peligro de que una sucesión desafortunada de nacimientos le dejase sin mujeres necesarias para nuevas generaciones, las bandas que sellan alianzas, en cambio, explotan territorios mas extensos, forman parte de poblaciones reproductoras más amplias, se auxilian unas a otros en la defensa contra vecinos de belicosidad recalcitrante y se prestan ayuda mutua en tiempos de escasez de alimentos, ¿cómo pudieron originarse tales alianzas?.

¿Cuál era la forma de intercambio más eficaz a la que podrían recurrir? Por ensayo y error descubrieron inevitablemente que consistía en intercambiar sus posesiones más apreciadas, hijos e hijas, hermanos y hermanas, para que viviesen, trabajasen y se reprodujesen en le seno del grupo aliado, pero debido justamente al gran valor de los seres humanos, todos los grupos sienten la tentación de retener su casa a los hijos e hijas, hermanos y hermanas, para beneficiarse de sus servicios económicos, sentimentales y sexuales, mientras el intercambio se desarrolla sin problemas, la pérdida de una persona se ve compensada con la adquisición de otra y ambas partes ganan merced a la alianza resultante, pero cualquier retraso prolongado a la hora de satisfacer los deberes de reciprocidad, sobre todo si obedecen a la negativa de cumplir lo pactado por parte de un grupo, tendrá efectos desastrosos para todos los interesados, los sentimientos de honor, pasión y cólera que envuelven el incesto reflejan los peligros que una interrupción del intercambio de personas hacer correr a todos los miembros del grupo, y, al mismo tiempo, funcionan como antídoto contra las tentaciones sexuales que acometen a las personas que se han criado juntas. El gran tabú, en otras palabras, está muy sobrestimado, no es una sola cosa, sino un conjunto de presencias y evitaciones en materia de sexualidad y emparejamiento sujetas a cambios selectivos en el transcurso de la evolución cultural.

Entre los primates la estimulación sexual suele llevar al coito y éste garantiza virtualmente la concepción, normalmente, una vez unidos óvulo y espermatozoide, el embarazo prosigue su marcha hasta que llegan los dolores del parto y el alumbramiento, a partir de ahí, unas poderosas hormonas obligan a la madre a amamantar, transportar y proteger frente a posibles peligros a su criatura. En los seres humanos ya no existen este sistema de garantías sujetas a control genético para vincular el acto sexual con el nacimiento y la crianza de la prole: el sexo no garantiza la concepción, ésta no conduce inexorablemente al nacimiento, y éste no obliga a la madre a criar y proteger al neonato, las culturas han desarrollado técnicas y prácticas basadas en el aprendizaje que permiten impedir que se materialicen cada una de las fases de este proceso, para bien o para mal, hemos sido definitivamente liberados del imperativo reproductor que dicta su ley a todas las demás especies del reino animal, así pues, a diferencia de todas las criaturas sobre el planeta, nuestro comportamiento ya no es objeto de selección exclusivamente por su facultad para multiplicar el éxito reproductor, antes bien, se selecciona en función de su capacidad para aumentar la satisfacción de nuestras pulsiones y necesidades, aún cuando no incremente, o incluso reduzca, nuestra tasa de éxito reproductor y la de nuestros parientes más próximos.

Lo que permitió este cambio trascendental fue el hecho de que la selección natural nunca nos dotara de una pulsión o apetito reproductor, esta se limitó a dotarnos de una pulsión y un apetito sexual fortísimos, así como de un escondite interno donde el feto pudiera desarrollarse, en ausencia de una fuerte pulsión o de un fuerte apetito reproductor la selección natural consiguió apoderarse de todos los mecanismos psicológicos y fisiológicos que anteriormente ligaban el sexo con la reproducción. La desconexión entre el sexo y sus consecuencias reproductoras se adelantó a la era de las técnicas avanzadas en materia de aborto y anticoncepción.

Ahora bien, ¿qué pasa con la siguiente fase?, seguramente los humanos tienen una predisposición congénita a criar, proteger y educar a su progenie, ¿no?, los elementos de juicio contrarios a esta concepción son tal vez menos conocidos, pero son igualmente convincentes, de hecho, debido a los peligros que afrontan las madres al practicar el aborto en las sociedades primitivas, las mujeres prefieren muchas veces destruir al recién nacido, en vez del feto, debemos resaltar que en la mayoría de los casos, los infanticidios, no se cometen por métodos directos, sino indirectos teles como dejarlos morir de hambre lentamente, descuidarlos física y psicológicamente y permitir que ocurran “accidentes”. Hasta hace poco, los antropólogos no han empezado a admitir la posibilidad de que una parte considerable de los fallecimientos de recién nacidos y niños que antes se atribuían a los efectos inevitables del hambre y las enfermedades representen, en realidad, formas sutiles de infanticidio fáctico, los casos de denegación indirecta, secreta e inconsciente de alimentos a recién nacidos y niños son sumamente comunes especialmente en países del tercer mundo que combinan la condena del infanticidio y la de los métodos anticonceptivos y el aborto, en estas circunstancias, las madres pueden abrigar motivos para deshacerse de hijos no deseados, pero verse en la necesidad de ocultar sus intenciones, no sólo ante otros, sino también ante sí mismas.

Del mismo modo que los partidarios del aborto definen el feto como “no-persona” las sociedades que toleran o alientan el infanticidio suelen definir al neonato como una “no persona”, casi todas las sociedades poseen rituales que confieren al recién nacido y al niño la condición de miembros de la raza humana, se le bautiza, se les da nombre, se les viste en una prenda especial, se muestra su rostro al sol o a la luna, en todas las culturas que practican el infanticidio, la criatura no deseada es muerta antes de que tenga lugar estas ceremonias. Todo esto sería imposible si el vínculo entre padres e hijos fuera el resultado natural del embarazo y el parto, sea cual sea la base hormonal del amor paterno y materno, es evidente que en los asuntos humanos falta una fuerza capaz de proteger a los recién nacidos respecto de las normas y objetivos de origen cultural que definen las condiciones en que los padres deben esforzarse o no por mantenerlos vivos.

En otro tiempo se pensaba que la sistemática desvinculación entre sexo y reproducción, observable en todo el mundo, hubiera bastado para demostrar que el éxito reproductor no es el principio rector de las selecciones cultural y natural, pero los sociobiólogos no consideran este hecho como prueba convincente ni concluyente, aducen que, al impedir una serie de concepciones y nacimientos y al aniquilar a acierto número de niños, los padres se limitan a posibilitar la supervivencia y posterior reproducción de un máximo de niños allí donde las condiciones no permiten la supervivencia y reproducción de todos, veamos cómo determina la selección cultural el número de niños que los padres deciden procrear y criar. En las familias agrícolas preindustriales, los niños empiezan ya a realizar faenas domésticas cuando apenas se han echado a andar.

En conjunto, los niños se hacen cargo de la mitad, aproximadamente, de todo el trabajo que realizan los miembros de la unidad doméstica. En épocas pasadas, los niños se hacían más valiosos al envejecer los padres y abandonarles las fuerzas, para mantener por medio de la caza, la recolección o la agricultura.

Cuando más rápido pasen los niños de consumir más de lo que producen a producir más de lo que consumen, mayor será el número de hijos que los padres tratarán de criar, pero, al intentar sacar pleno provecho de la potencial contribución de la prole al bienestar parental, las parejas deben prever la posibilidad de que, aunque se entregan de todo corazón a la crianza de cada niño nacido, algunos fallecerán inevitablemente a corta edad, víctimas de heridas o enfermedades, en consecuencia, suelen pecar por exceso respecto del ideal perseguido, aumentando el número de nacimientos de forma proporcional a las tasas de mortalidad postneonatal e infantil. Nuestra especie tiene, por naturaleza, tantas probabilidades de actuar de formas que reducen la tasa de éxito reproductor como de formas que la aumentan, si al procrear hijos se incrementa su bienestar biopsicológico, las gentes tienen más hijos, si teniendo menos se incrementa su bienestar biopsicológico, tiene menos.

Debemos, por último, postular la existencia de otro componente biopsicológico de la naturaleza humana, los niños satisfacen extraordinariamente bien, no la necesidad parental de reproducción, sino la de relaciones íntimas, afectuosas y emotivas con seres que les presten apoyo y atención, que sean dignos de su confianza y que aprueben su conducta, en resumidas cuentas, necesitamos niños porque necesitamos amor. Afortunadamente, nadie ha intentado criar seres humanos en confinamiento solitario para ver cómo reaccionan ante la falta de compañía y apoyo emocional, pero la psicología clínica aporta abundantes elementos de juicio que indican que las personas privadas de afecto parental durante los primeros años de su vida presentan disfunciones en su comportamiento como adultos.

Por término medio, los hombres miden 11,6 centímetros más que las mujeres, éstas poseen huesos más ligeros, por lo tanto, pesan menos en relación con su altura (la grasa pesa menos que el músculo) que los hombres, dependiendo del grupo de músculo que se contraste, las mujeres vienen a tener entre dos terceras y tres cuartas partes de la fuerza de los varones, la mayor diferencia se concentran en los brazos, pecho y hombros.

Partiendo de lo que saben los antropólogos sobre las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, creemos que podemos estar relativamente seguros de que, durante el período inicial posterior al despegue cultural, estas diferencias fueron responsables de la selección recurrente del sexo masculino como sexo encargado de la caza mayor

Los varones fueron objeto de selección cultural como cazadores de animales de gran tamaño porque sus ventajas en cuanto a altura, peso y fuerza muscular los hacían, en general, más eficaces que las mujeres para ese cometido, además las ventajas masculina en el uso de las armas cinegéticas manuales aumentan considerablemente durante los largos meses en que la movilidad de las mujeres se ve reducida debido al embarazo y la lactancia.

Las diferencias anatómicas y fisiológicas ligadas al sexo no impiden que las mujeres participen hasta cierto punto en la caza, pero la opción sistemáticamente racional es entrenar a los varones, no a las mujeres, para que se encarguen de la caza mayor, porque las segundas no sufren desventajas alguna a la hora de cazar animales de pequeño tamaño o de recolectar frutos, bayas o tubérculos silvestres, elementos de importancia análoga a la caza mayor en la dieta de muchos grupos cazadores-recolectores.

La selección de los varones para la caza mayor implica que, al menos desde el Paleolítico, éstos han sido los especialistas en la fabricación y uso de armas tales como lanzas, arpones, bumerangs y arcos y flechas: armas que tienen la capacidad de herir y matar seres humanos, además de animales. Datos etnográficos indican que, en los ámbitos políticos de la adopción de decisiones y la resolución de conflictos, los varones poseen una ventaja, leve pero significativa, sobre las mujeres en todas las sociedades cazadoras-recolectoras, Se debe al monopolio masculino de la fabricación y uso de armas de caza, combinado con las ventajas del varón en cuanto a peso, altura y fuerza muscular. Entrenado desde la infancia para cazar animales de gran tamaño, el hombre puede ser más peligroso y, por tanto, desplegar una mayor capacidad de coerción que la mujer cuando estallan conflictos entre ambos; si ésta es la reacción de unos hombres entrenados para matar animales, ¿cuál será la de unos que hayan sido entrenados para matar ser humanos?

Los varones fueron seleccionados para el papel de guerreros porque las diferencias anatómicas y fisiológicas vinculadas al sexo, que favorecieron su selección como cazadores de animales, también favorecieron su selección como cazadores de hombres, en el combate con armas manuales, dependientes de la fuerza muscular, la ligera ventaja del 10 al 15 por ciento de que disfrutan los varones sobre las mujeres en las competiciones atléticas pasa a ser una cuestión de vida o muerte, mientras que las limitaciones que el embarazo impone a la mujer constituyen una desventaja todavía mayor en la guerra que en la caza, sobre todo en sociedades preindustriales que carecen de técnicas anticonceptivas eficaces.

Las bandas y aldeas hacen la guerra porque se hallan inmersas en una competencia por recursos, tales como tierras, bosque y caza, de los que depende su subsistencia, estos recursos se vuelven escasos como resultado de su progresivo agotamiento o del aumento de las densidades de población, o como resultado de una combinación de estos dos factores, en tales casos, los grupos se enfrentan normalmente a la perspectiva de tener que disminuir, o bien el crecimiento de su población, o bien su nivel de consumo de recursos, reducir la población es un proceso en sí mismo costoso, dada la falta de técnicas anticonceptivas y abortivas propias de la era industrial, y los recortes cualitativos y cuantitativos en el consumo de recursos deterioran inevitablemente la salud y el vigor de la población, ocasionando muertes adicionales por subalimentación, hambre y enfermedades.

Los pueblos preindustriales hacen la guerra fundamentalmente para moderar o amortiguar las repercusiones de crisis alimentarias impredecibles (más que crónicas) y el lado vencedor casi siempre arrebata algunos recursos a los perdedores. Pero el problema de equilibrar la población y los recursos no se puede resolver sencillamente diezmando la población vecina y arrebatándole sus recursos. La fertilidad de la hembra humana es tal que, aunque las incursiones bélicas reduzcan a la mitad la densidad de un territorio, sólo se requieren veinticinco años de reproducción no sujeta a restricciones para que la población recupere su nivel anterior, por lo tanto, la guerra no exime de la necesidad de controlar la población por otros medios onerosos, tales como la continencia sexual, la prolongación de la lactancia, el aborto y el infanticidio.

Al contrario, en realidad es muy posible que la guerra corrija uno de sus efectos demográficos más importantes no al eliminar, sino al intensificar una práctica particularmente onerosa: el infanticidio femenino. Sin la guerra y su sesgo androcéntrico, no habría preferencias pronunciadas en lo que respecta a criar más niños de un sexo que otro y las tasas de infanticidio de los recién nacidos de uno u otro sexo tenderían a ser iguales, sin embargo, la guerra prima la maximización del número de futuros guerreros, que lleva a un trato preferencial de los descendientes de sexo masculino y a tasas más elevadas de infanticidio femenino directo e indirecto, a los efectos de la regularización del crecimiento demográfico, lo que cuenta no es el número de varones, sino el número de mujeres.

El problema de conseguir suficientes grasas y proteínas animales parece ser causa subyacente de la intensa actividad bélica y del complejo de supremacía masculina de algunas culturas. Recalquemos, para evitar malas interpretaciones, que la fórmula “ a más guerra más sexismo” se aplica a las sociedades organizadas en bandas y aldeas, pero no a las jefaturas y estados. A diferencia de las primeras, las jefaturas libran guerras con enemigos distantes, esto mejora en vez de empeorar, el estatus femenino, y en sociedades de nivel estatal, la mayoría de los varones ya no poseen armas ni reciben ese entrenamiento en su manejo que los convierte en adversarios formidables.

La práctica de la patrilocalidad en estas aldeas refleja claramente la influencia del conflicto bélico ya que la victoria en la guerra depende de la constitución de equipos de combate, equipos de varones que se han ejercitado juntos, confían unos en otros y tienen motivos para detestar y matar al mismo enemigo, ¿qué mejor manera de forma equipos de combate que satisfagan estos criterios que hacer que esto se compongan de padres, hijos, hermanos, tíos y sobrinos paternos corresidentes? Pero para poder permanecer juntos tras el matrimonio, estos varones emparentados por línea paterna deben llevarse a sus esposas a vivir con ellos, en vez de marcharse a vivir con las familias de las esposas, añadamos que el éxito de la guerra de incursiones depende no sólo de un trabajo en equipo y bien coordinado, sino también del tamaño de la fuerza de combate, para los grupos que viven en pequeñas aldeas, la única posibilidad de agrandar la fuerza de combate consiste en celebrar alianzas con las aldeas vecinas.

Desde una perspectiva evolutiva, cabe considerar las alianzas militares en parte como causa y en parte como efecto del proceso de transformación de las unidades políticas basadas en una sola aldea en jefaturas más complejas y de mayores dimensiones basadas en una serie de aldeas. A medida que avanza esta transformación, las aldeas no aliadas van retrocediendo a distancia cada vez mayores y sólo resultan alcanzables después de varias jornadas de marcha. Ahora, las fuerzas de combate, integradas por varios centenares de hombres procedentes de varias aldeas, realizan campañas que se prolongan durante meses y que están motivadas por la perspectiva de poder cazar en lejanas tierras de nadie, comerciar con aldeas remotas o efectuar incursiones contra los graneros y almacenes del enemigo. Pero estas largas estancias lejos de sus tierras, cultivos y almacenes le plantean un dilema al varón ¿ quién cuidará de ellos en su ausencia?, su esposa no es de fiar pues, como señalamos anteriormente, procede de otra aldea y es leal a su propio padre, a su propio hermano y a otros parientes paternos, no a su marido y a los parientes de éste, la mujer más digna de confianza es la hermana, única que comparte con él intereses comunes en las tierras y propiedades paternas, por lo tanto, con suma frecuencia los hombres obligados a permanecer lejos de su aldea durante semanas y aún meses se niegan a permitir que la hermana siga la regla patrilocal, no dándole en matrimonio a menos que el marido acceda a vivir con ella, y no al contrario.

A medida que sucede esto, un número cada vez mayor de hermanos y hermanas adopta esta estrategia, la norma de residencia patrilocal cede gradualmente paso a la norma opuesta; la residencia matrilocal. Las repercusiones de la matrilocalidad sobre el estatus femenino transcienden la esfera doméstica, en el momento en que los varones transmiten a los parientes femeninos la responsabilidad de la gestión en lo que atañe al cultivo de la tierra, las mujeres entran en posesión de los medios para influir en las decisiones políticas, militares y religiosas.

A lo largo de la evolución, las sociedades organizadas en bandas y aldeas y las jefaturas igualitarias se transformaron, una y otra vez, en Jefaturas y Estados estratificados, caracterizados por la existencia de clases dominantes y gobiernos centralizados. La diferencia obedece al hecho de que la práctica de las actividades bélicas se convierte en una especialidad reservada a profesionales, la mayoría de los varones ya no es entrenada desde la infancia para la caza de hombres, ni siguiera en la caza de animales (ya que subsisten pocos animales que cazar, excepto en los cotos del soberano), en vez de ello, se ven reducidos a la condición de campesinos desarmados, así pues, el estatus femenino mejoró o empeoró dependiendo de otras circunstancias. ¿A qué obedecen estas diferencias?

Las vicisitudes del estatus femenino en jefaturas y estados reflejan el grado en que el sexo masculino conseguía utilizar sus ventajas de musculatura y altura para controlar procesos tecnológicos fundamentales, tanto para la guerra como para la producción. La cuestión no es si cabe o no enseñar a las mujeres a manejar el arado y una pareja de bueyes, sino si, en la mayoría de las familias, enseñárselo a los hombres permite obtener cosechas más abundantes y seguras, el arado tipo viene a pesar unos 20 kilos, una pareja de bueyes posee una fuerza de tiro equivalente a 90 kilos, hasta el final de la jornada el labrador tiene que guiar su voluminoso equipo de arado a lo largo de una distancia de casi 40 kilómetros, procurando que los surcos salgan derechos y tengan una profundidad máxima y uniforme, los jóvenes que carecen de la fortaleza de los hombres maduros lo hacen bien durante un corto periodo de tiempo, pero al cabo de unas cuantas horas el arado comienza a temblar, rebotando en el suelo, y los surcos se tuercen.

En sociedades preindustriales con formas de agricultura semejantes, al aprender a arar, los varones aprendieron, como resultado, a uncir y conducir bueyes, con la invención de la rueda los varones unieron bueyes a carretas y adquirieron la especialidad de conducir vehículos de tracción animal, con ello, pasaron a encargarse del transporte de las cosechas al mercado y de aquí sólo un paso les separaba del dominio sobre el comercio y los intercambios, se hizo necesario llevar registros, y fue en los hombres que intervenían en estas actividades en quienes recayó la responsabilidad de llevar estos libros, por lo tanto, con la invención de la escritura y la aritmética, los varones se destacaron como primeros escribas y contables, por extensión se convirtieron en el sexo alfabetizado, sabían leer y escribir y entendían de aritmética, esto explica por qué los primeros filósofos, matemáticos y teólogos históricamente conocidos fueron de sexo masculino y no femenino.

Además, todos estos efectos indirectos del arado actuaban en conjunción con la continuada influencia androcéntrica de la actividad bélica, al dominar las fuerzas armadas, los varones se hicieron con el control de las ramas administrativas superiores del gobierno, incluidas las religiones estatales, y la necesidad permanente de reclutar guerreros de sexo masculino convirtió la construcción social de la virilidad agresiva en foco de la política nacional en todos los Imperios y Estados conocidos, de ahí que, al alborear la época moderna, los varones dominaran los ámbitos político, religioso, artístico, científico, jurídico, industrial, comercial y militar en todas las regiones en que la subsistencia dependiese de arados tirados por animales.

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