Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

lunes, 14 de junio de 2010

Los dioses y la carne





Los yacimientos arqueológicos, desde los comienzos de la cultura humana y durante los 25.000 años de la prehistoria, están llenos de esculturas de imágenes femeninas, el grupo más importante se nos presenta constituido por las estatuillas en bulto redondo a las que se ha dado el nombre de Venus, surge la deducción obvia que reflejaban al sexo de la divinidad que ejercía la primacía en la estructura de una sociedad matriarcal: en la Prehistoria se adoraba a una diosa suprema, diosa que se creería habría creado todo. Las obras de arte religioso más arcaicas son figuras de la solitaria “gran diosa”, imagen paleolítica de la madre, antes de que el “padre” existiera en la tierra o en el cielo.

La divinidad es un invento humano, podemos afirmar que la humanidad ha creado a sus divinidades a imagen y semejanza suya, desde los primitivos mitos, los hombres crearon a sus dioses a su semejanza, en las primeras sociedades humanas, el estado social y las ocupaciones tribales dieron carácter a las concepciones religiosas donde prepondera el régimen de la maternidad, el dios es un fetiche femenino, la Tierra-Madre, que saca de sí los dioses y las cosas; donde prepondera el régimen de la paternidad, el dios es masculino. El sexo Divino ha sido consecuencia de un auténtico determinismo económico, lo confirma el que, tras la revolución habida, cuando la economía pasó a manos masculinas, igualmente cambió el sexo de la divinidad que coronaba el panteón. En los mitos históricos de época patriarcal (que empezó hace unos 5.000 años) domina en el panteón un dios varón, lo que refleja la revolución habida. Todos estos dioses brotaron en el pasado de la mente del hombre proyectada sobre animales y plantas, sobre montañas y torrentes, planetas en su órbitas, y en sus propias y peculiares costumbres sociales.

Desde el pensamiento animista, nuestra especie siempre ha esperado de los dioses, y demás espíritus, beneficios de algún tipo. La religión fue, ante todo, una técnica para alcanzar el éxito, recuperación de la enfermedad, éxito en las empresas comerciales, lluvias para regar cultivos agotados, victoria en el campo de batalla, el sacrificio era el camino para conseguirlo. La comida expuesta para consumo de los dioses no desaparecía de inmediato; se descomponía, como todo alimento normal sin consumir, estaba claro que los dioses, seres hechos de espíritu, sólo se alimentaban de la esencia espiritual de la comida que se les ofrecía, la sustancia material podía entonces redistribuirse bajo los auspicios de la autoridad eclesiástica y política y ser consumida como comida autorizada a los hombres por los dioses, ¿son familiares esas palabras?

Debería ser así, pues lo descrito es el aspecto espiritual de los sistemas de intercambio redistributivo, cuya importancia en la evolución de las jerarquías políticas ya hemos tratado en otra ocasión. A medida que se jerarquizaban las relaciones entre las minorías gobernantes y las gentes del común, los intercambios redistributivos se fueron equilibrando, y lo que había comenzado como ofrendas de los hombres a sus antepasados acabó en donaciones obligatorias, (impuestos en especie), recaudadas por el Templo y el Estado. Si bien la mayoría de los dioses son omnívoros y gustan de los alimentos vegetales y de las bebidas (sobre todo alcohólicas) un vistazo sobre cualquier religión primitiva nos pone de manifiesto que la carne ocupa un lugar preeminente en el ciclo del intercambio alimentario que une a los hombres con el mundo de los espíritus.

En general, las culturas agrícolas desarrollaron una religión más compleja y sofisticada que los pueblos nómadas. Los nómadas llevaban una vida relativamente cómoda. Se sentían capaces de dominar su entorno. Eran gente ruda y fuerte. A menudo efectuaban provechosas incursiones en aldeas de agricultores indefensos. Para sus pocas necesidades, desconocían lo que era la escasez o falta de recursos. Las únicas cosas que no podían controlar eran las tormentas, las enfermedades y tal vez los enfrentamientos con otros pueblos nómadas. Por ello sus religiones se limitaban a algún "dios de las tormentas" o "del trueno" o "del rayo", a quien implorar clemencia en las tempestades, o quizá a un "dios de la guerra" a quien encomendarse y pedir protección antes de un enfrentamiento. Por el contrario, los agricultores estaban rodeados de eventos que escapaban a su control. Su nivel de vida dependía de que lloviera en el momento oportuno, de que no hubiera tormentas devastadoras, de que las cosechas fueran buenas, de que los ríos trajesen agua suficiente pero no excesiva, etc. Conocían las diferentes estaciones del año y las vinculaban con los cambios de posición del Sol y las estrellas en la bóveda celeste. Así, el agricultor aprendió a rezar ante la adversidad.

En gran parte de Europa, Asia, África y Oceanía, ser sacerdote significaba poseer conocimientos, aptitudes y autoridad para matar animales del modo más grato a los dioses. Además, el sacrificio y consumo de carne no se dejaba al antojo de cualquiera que tuviera deseos de comer carne, sino que estaban reservados a ocasiones especiales como nacimientos, bodas, funerales y ritos de transición a edad adulta, ocasiones en que la carne podía ser redistribuida y compartida por los miembros de la comunidad. Como bien sabe todo lector del antiguo Testamento, los levitas, nombrados sacerdotes hereditarios del antiguo Israel, estuvieron encargados del sacrificio ritual de animales domésticos para su ofrenda y redistribución, el Levítico menciona, al menos, siete tipos de ofrendas: “holocausto”, “paz”, “pecado”, “delito”, “acción de gracias”, “expiación” y “fraude o engaño”. Con excepción, quizá, del holocausto, el sacrificio ritual no convertía el cadáver en incomestible, aunque siempre se procedía a desangrar al animal, y a derramar su sangre sobre el altar.

Las primitivas religiones eclesiásticas recurrían a menudo al sacrificio humano para congraciarse con los dioses, no obstante raramente consideraban la carne humana como un alimento que los dioses gustaban comer, ni redistribuían los restos humanos como hacían con la carne animal en los banquetes ofrecidos por los reyes generosos (con una importante excepción documentada, de la que luego hablaremos), cuando los especialistas eclesiásticos hacían uso de ofrendas humanas, éstas eran a menudo auténticos sacrificios, ofrendas destinadas a proporcionar a los dioses mediante la autoimposición de privaciones exorbitantes, y no mediante la reciprocidad equilibrada y los ciclos alimentarios, el sacrificio de niños es un exponente del género, las excavaciones arqueológicas indican que se mataba a niños y colocaban sus cuerpos bajo los fundamentos de templos y palacios. Los cautivos de guerra eran otra fuente común de víctimas sacrificatorias, las inscripciones dan testimonio del sacrificio frecuente de prisioneros de guerra por los sacerdotes de los templos.

La forma más difundida de sacrificio humano es el practicado con ocasión de la muerte y el entierro de reyes y otros personajes de sangre real. La lógica sacrificadora de estos ritos reside en la renuncia del nuevo soberano a las valiosas posesiones humanas del soberano precedente, antes que reservarlas para uso propio, los nuevos soberanos los despedían para que sirvieran al predecesor en el cielo como habían hecho sobre la tierra, con la esperanza de congraciarse con los exaltados antepasados divinos, de cuya colaboración dependía el éxito del nuevo monarca. Señalamos aún otra función secundaria del entierro de miembros del séquito, ¿qué otra cosa sino la certeza de morir con su rey hubiera movido a sus esposas y servidores a afanarse en la protección de su vida?

Querríamos poder afirmar que el extendido tabú contra el consumo de carne humana obedece al impulso ético de fortalecer la vida humana, pero el talante belicoso de las Jefaturas avanzadas y de los primeros Estados demuestra que la realidad es muy distinta, gran parte de las matanzas de animales en los altares no era otra cosa que el preludio a la matanza de seres humanos en el campo de batalla.

Antes de proseguir, dejemos bien claro que nuestra especie no siente una aversión natural hacia el consumo de carne humana, no resulta en verdad difícil encontrar ejemplos distintos a los conocidos de hambruna extrema. Ejemplo: desde el siglo XVI los manuales de medicina de Inglaterra, y del continente, recomendaban la administración de Caromomia, un “preparado medicinal hecho a partir de carne humana embalsamada, secada o “preparada” de alguien muerto de forma repentina, preferiblemente violenta“. Las farmacias londinenses estaban surtidas de esta panacea, pero los médicos recomendaban que los productos de primera calidad se adquiriesen en comercios especializados en Caromomia.

Expuestas algunas de las razones para creer en la amplia difusión de la antropofagia entre las sociedades del nivel de bandas y aldeas y las jefaturas, deberíamos volver sobre la cuestión de por qué las religiones eclesiásticas que encontramos en las sociedades de los primeros Estados solían imponer cierta restricción al canibalismo y no a la guerra, el quid de la cuestión reside en la capacidad que poseen las sociedades políticamente evolucionadas para integrar como mano de obra las poblaciones vencidas, esta capacidad, a su vez, está relacionada con una mayor productividad de los agricultores y demás trabajadores de esas sociedades.

La matanza y consumo a gran escala de cautivos sería contraria a los intereses de las clases en el poder por ampliar su base de tributación, puesto que los prisioneros pueden producir excedentes, resulta mucho más provechoso consumir el producto de su trabajo que la carne de sus cuerpos, sobre todo si la carne y la leche de los animales domésticos (fuera del alcance de la mayoría de los individuos del nivel de bandas y aldeas) forman parte del excedente. Añadamos que ningún grupo humano encontrará jamás rentable el canibalismo fuera del contexto de la guerra, los seres humanos son las criaturas más costosas y molestas de capturar y domesticar.

La religión precolombina de los aztecas constituye la gran excepción anteriormente referida. A diferencia de otras deidades eclesiásticas, los dioses del Estado Azteca tenían ansia de carne humana, sobre todo de corazones. El destino habitual del resto de cadáver de la víctima era el de ser comido, cuando el sol iniciaba su descenso a poniente, los guerreros celebraban un gran festín con muchos bailes, ceremonias y canibalismo. El banquete redistributivo antropófago de los aztecas proporcionaba a los guerreros cantidades sustanciales de carne en recompensa de su éxito en el combate, al contrario que prácticamente todos los demás Estados, los aztecas nunca lograron domesticar el tipo de animales con cuya carne contaban las otras sociedades eclesiásticas para sus banquetes redistributivos, en otras palabras, carecían de rumiantes como ovejas, cabras, vacunos, llamas o alpacas, que se alimentan de hierbas y hojas incomestibles para el hombre, tampoco conocían el cerdo, en su lugar, su principal fuente doméstica de carne era el pavo y el perro, ambos poco aptos para la producción masiva de carne según los procedimientos preindustriales. Los aztecas intentaron criar razas de perros que se pudieran engordar con alimentos vegetales cocidos, hecho que ya nos da una idea de su ansia insatisfecha de carne.

De significación similar es la sorprendente variedad de fuentes de proteínas y grasas animales pequeñas, ineficaces y silvestres que los aztecas devoraban con avidez a la menor oportunidad; serpientes, ranas, escarabajos, larvas de libélula, saltamontes, hormigas, gusanos, renacuajos, moscas acuáticas y los huevos de éstas. Claro está que también comían animales de mayor tamaño como venado, pescado y aves acuáticas siempre que podían, pero si había que distribuirlos entre el millón y medio de habitantes del radio de 32 kilómetros de Tenochtitlan, la ingestión total de carne de origen silvestre no podía pasar de pocos gramos diarios, en consecuencia, en el caso de los aztecas la relación coste-beneficios de la renuncia al consumo de carne de cautivos de guerra no era la misma que en otras sociedades estatales.

Se seguía “produciendo” prisioneros como productor derivado de la guerra, pero su utilidad como esclavos y campesinos era mínima, preservar sus vidas no podía resolver el acuciante problema de la escasez de recursos animales, pues no había forma de aprovechar la mano de obra suplementaria para aumentar el abastecimiento de alimentos de origen animal, el alto valor que los aztecas atribuían al consumo de carne no era consecuencia arbitraria de sus creencias religiosas, más bien ocurría lo contrario, sus creencias religiosas (el ansia de sus dioses por comer carne humana) reflejaban la importancia de los alimentos de origen animal en relación con las necesidades dietéticas humanas y la escasa disponibilidad en su hábitat de cualquier tipo de animal con excepción del hombre.

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