Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

martes, 11 de mayo de 2010

Los que regresaron y los que se quedaron





En las paredes de las cuevas del sur de la Península Ibérica se puede ver qué vida llevaban hace catorce mil años: caza, lucha, recogida de miel, la tierra arremetía, el sol quemaba, después de un nuevo periodo de frío, producido quizá por las corrientes de agua de los glaciares que se derretían, las temperaturas comenzaron a subir, de forma más o menos constante. Hace aproximadamente diez mil años, los rebaños comenzaron a trasladarse hacia el norte, los acompañaron los perros, al principio lobos que, probablemente fueron domesticados para cazar caballos salvajes. A medida que el medio ambiente se diversificaba, en los ritos que aparecen en las pinturas rupestres hay bailarines disfrazados de reno, algunos llevaban una buena vida en los bosques que avanzaban desde el sur o en los hábitats de clima templado, suelos fértiles ríos navegables o montañas ricas en minerales que el hielo dejaba tras de sí, pero los perros y su gente querían seguir al reno en dirección al resplandor del hielo en retirada. Diversos autores han señalado que los norteños fueron impelidos, no atraídos, hacía sus yermos, y, sin duda, la verdad es una mezcla de ambos factores y está a medio camino entre ellos.

A medida que el mundo que ahora conocemos surgía de los hielos y las inundaciones, los pueblos de la tundra se aferraban a la familiaridad de sus confines habituales más septentrionalmente y a la compañía de las especies de las que sabían que podían depender para alimentarse, la gran migración condujo a la tundra ártica, donde el reno se alimenta de campos de líquenes. La forma de vida más característica del Viejo Mundo ártico representa un intento notablemente ambicioso de adaptar la naturaleza a las necesidades humanas, de contener las fluctuaciones estacionales para encuadrarlas en pautas explotables y de domeñar a las bestias salvajes. El aumento de la importancia del reno como recurso puede rastrearse en informes arqueológicos que cubren un periodo de más de tres mil años, la transición hacia la dependencia respecto al reno parece haber entrado en una fase acusada en el siglo I, diversas formas de manejar los rebaños, que combinaran la caza en zonas agrestes, la doma de determinados animales y la regulación de las migraciones de ciertos grupos, podrían haberse desarrollado y practicado simultáneamente durante siglos.

Poco a poco prevaleció lo que podría denominarse nomadismo controlado o una combinación de la vida trashumante normal con incursiones en el nomadismo en función de las circunstancias. El reno tiene un acusado instinto gregario, de manera que estos animales también pueden dejarse en libertad durante largos periodos, acorralados cuando se quiera y conduciéndolos o siguiéndolos a nuevos pastos. Las migraciones del reno europeo, en comparación con las de los grandes cuadrúpedos del Ártico del Nuevo Mundo, incluso en la tundra, son relativamente cortas y no se prolongan mucho más de trescientos kilómetros, un macho domado puede utilizarse como gancho para acorralar todo un rebaño y su colaboración con el hombre es una ventaja a la hora de buscar pastos: el reno recaba los servicios de exploradores y aliados contra los lobos y los glotones, los pastores encienden fuegos para proteger a sus renos de los mosquitos que los acosan en verano, junto al océano, se ha dicho incluso que los Nenets comparten su pesca con los renos, que pueden desarrollar un sorprendente apetito por este alimento, en una forma de ganadería menos intensiva.

Mientras que en el Viejo Mundo los pueblos siguieron el hielo, hacia el norte, en el Nuevo Mundo parece más probable que los habitantes de los hielos provinieran de zonas lejanas y que cruzaron un puente terrestre no glacial entre Asia y América, que se hubiera visto libre del mar por la congelación circundante. Allí donde se toparon con el hielo, ya bien dentro del Nuevo Mundo, permanecieron cerca de su confín. Al principio tenían que mantenerse cerca de la línea de bosque para proveerse de luz y calor.

La invención crucial que hizo posible la colonización del desierto de hielo, quizá en el último milenio antes de la era cristiana, fue la lámpara de aceite, que se modelaba con esteatita y se alimentaba con grasa de foca y morsa, y que, probablemente, se desarrolló a partir de la costumbre de añadir bloques de grasa a los fuegos que se prendían en hogares de piedra. Liberados de dependencia respecto al bosque, los usuarios de las lámparas de aceite podían convertirse en cazadores de la zona heladas, donde, a falta de otros competidores, les esperaba una abundante caza mayor marina y donde el clima conservaba el enorme corpachón de los grandes mamíferos muertos.

Por otro lado, antropólogos y arqueólogos coinciden en afirmar que uno de los momentos cumbre de la evolución humana, después, por supuesto, de la adquisición de la postura erguida, y de la fabricación de herramientas líticas, fue el tránsito de género de vida cazador y recolector nómada a la agricultura y la ganadería sedentarias. Este drástico cambio en la manera de obtener el alimento, que transformó radicalmente el devenir de nuestra especie, ocurrió durante el Neolítico, periodo comprendido entre los años 10.000 y 4.000 a.n.e.

La mayor parte de los expertos cree que la agricultura surgió de la necesidad, no del deseo, el cultivo de cereales era una labor tan costosa y extenuante que probablemente jamás habría prosperado si los hombres del Neolítico hubiesen podido elegir entre otras alternativas alimenticias, incluida la caza y la recolección. Estudiando minuciosamente los útiles para procesar los cereales que se han hallado en los asentamientos primitivos de la costa oriental del Mediterráneo, las conclusiones no dejan lugar a dudas: el tratamiento de los cereales salvajes para hacerlos comestibles requería un derroche de energías que sólo se explica en caso de necesidad extrema.

Nadie duda que la revolución neolítica represente la culminación de una serie de procesos interrelacionados en los que se conjugaron factores biológicos, ecológicos y de tipo socioeconómico, entre otros. El cambio no aconteció de la noche a la mañana, ni en una sola zona del Medio Oriente, como en otros tiempos se postulaba, las evidencias arqueológicas apuntan a que las comunidades agrícolas emergieron en diversos lugares del mundo de manera independiente y de acuerdo con unas condiciones locales concretas.

El hecho de que la actividad agrícola apareciese en zonas separadas geográfica y temporalmente parece indicar que este tipo de economía fue impulsado por factores similares, entre los que barajan los arqueólogos hay uno que debió jugar un papel importante: la época de la agricultura se inició tras la retirada de los hielos de la era glacial, hace unos 13.000 años, al principio del calentamiento climático Tridiglaciar. Los cazadores-recolectores de la llamada cultura magdaleniense, vivían en la tundra, eran nómadas y su vida se regía por las migraciones de su presa favorita, el reno, los cazadores magdalenienses equipados con azagayas con puntas de hueso o asta de reno afiladas, instalaban sus campamentos en los lugares de paso del rumiante, esta forma de vida perduró hasta que hace unos 12.700 años ocurrió un calentamiento repentino, el cambio climático hizo desaparecer los mamuts, los saigas y los rinocerontes lanudos, y empujó a los renos hacia zonas más septentrionales.

Unos siglos más tarde, se produjo una segunda subida de temperatura, que se conoce como el Allerod, el límite de la tundra desarbolada se desplazó hacia el norte, comenzando a aparecer las primeras masas boscosas. Se trataba de bosques poco densos, pero para el hombre paleolítico supuso un cambio tajante: los renos fueron sustituidos por ciervos, bisontes y uros, estos herbívoros se desplazaban en pequeños grupos y no protagonizaban grandes migraciones, lo que supuso el ocaso de los mencionados campamentos magdalenienses. Hace entre 11.000 y 10.000 años, los glaciares volvieron a avanzar, esta ola de frío marcó el final del Tridiglaciar e inauguró el interglaciar que aún hoy disfrutamos, el denominado Holoceno, y el estreno del Mesolítico, que fue agasajado con un ascenso rápido de las temperaturas. Ante estos cambios climáticos, el hombre no se quedó impasible, cambia de utillaje y fabrica herramientas de silex de tamaño centimétrico conocidas como microlitos, típicas de la cultura mesolítica.

Durante las primeras etapas del Holoceno, el Preboreal y el Boreal, hace entre 10.000 y 8.000 años un clima templado y húmedo convirtió la naturaleza en un auténtico hipermercado, la diversidad de animales cinegéticos, que solían permanecer en un mismo territorio, facilitó que los hombres tuvieran un conocimiento exacto de sus pautas de comportamiento, así como de los vegetales comestibles que crecían en la zona, las suaves temperaturas invernales permitían a las comunidades tribales, trasladarse desde las cuevas de la montañas hasta los prados donde crecían de manera espontánea los cereales silvestres, como la cebada y el trigo de escaña melliza, hombres y mujeres golpeaban los tallos con bastones en el momento justo para hacer que las semillas cayeran en su cesta, la cosecha de granos estimuló, a su vez, el desarrollo de utensilios como la piedra de moler, el mortero y las hojas de hoz, así como la construcción de instalaciones y recipientes para el almacenamiento de los excedentes de grano.

. Esta fase de transición, durante la cual parte de la humanidad vivía una existencia sedentaria basada en la recolección intensiva de cereales silvestres, ha quedado testimoniada en la cultura natufiense, que prosperó en el levante mediterráneo hacia el final del Pleistoceno, hace entre 12.500 y 10.300 años. Perteneciente a esta cultura, en la actual Galilea, se descubrió una tumba de una mujer de unos 45 años de edad, algo deforme, que sin duda, tuvo una posición alta en esa sociedad: El enterramiento destaca por las ofrendas mortuorias que acompañan al esqueleto, entre las que se incluyen 50 caparazones de tortuga, la pelvis de un leopardo, un fragmento de ala de un águila real, el rabo de un bovino, dos calaveras de marta, y el antebrazo de un cerdo salvaje, también fue encontrado un pie humano que corresponden a una persona de mayor tamaño que la enterrada. El enterramiento se data entre los años 14.500 y 11.500 a.n.e., y es diferente a cualquier entierro de periodos precedentes, se empleó una gran cantidad de esfuerzo y tiempo en la preparación, acomodación e impermeabilización de la tumba, a esto es necesario añadir el especial tratamiento del cuerpo sepultado.

Hasta después de la última glaciación, los grupos humanos no habían llegado a crear infraestructuras sociales y técnicas lo suficientemente desarrolladas como para aprovechar las oportunidades que ofrecían el clima y la orografía. El uso del lenguaje, que se desarrolló entre el 20.000 y el 10.000 a.n.e., desempeñó un papel crucial, pues permitió la comunicación de información compleja y su transmisión de generación en generación.

Un modo de vida más sedentario, con la posibilidad de agrupaciones sociales más amplias, permitió reducir la mortalidad infantil, ya que las madres no se veían obligadas a desplazarse con la tribu, y, por medio de la agricultura, se aseguraba un control más directo sobre el suministro de alimentos, había, así mismo, oportunidades insospechadas en el modo de vida agrícola, que llevaron finalmente a su adopción en todas las zonas del planeta, a excepción de las más remotas e inhóspitas.

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