Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

jueves, 8 de abril de 2010

Evolución de la sociedad primitiva: caciques y jefes




La vida del hombre transcurrió durante 30.000 años sin necesidad de reyes, presidentes, jueces, ni penitenciarías, con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el mundo se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco vinculaban a la gente, la gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía porque esperaba ofrecer, dado que el azar intervenía de forma tan importante en la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de suerte un día, al día siguiente necesitaban pedir, cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte, la reciprocidad es la banca de las sociedades pequeñas.

Si en las simples sociedades del nivel de las bandas y las aldeas existe algún tipo de liderazgo político, éste es ejercido por individuos llamados cabecillas que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes, por consiguiente, si quiere mantener su puesto, dará pocas órdenes. Un grupo seguirá a un cazador destacado y acatará su opinión con respecto a la selección de cazaderos, pero en todos los demás asuntos la opinión del “líder” no pesará más que la de cualquier otro hombre, estos hombres toman la palabra con mayor frecuencia que los demás y se les escucha con algo más de deferencia, pero no poseen ninguna autoridad explícita, el cabecilla no deja de ser otra cosa que la figura más prestigiosa entre un grupo de iguales.

Quizá debamos señalar que no excluimos del todo la existencia de propiedad privada, las gentes de las sociedades sencillas del nivel de bandas y aldeas poseen efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas, ¿qué interés podría tener nadie en apropiarse de objetos de este tipo?, si se quiere algo, resulta preferible pedirlo abiertamente puesto que, en razón de las normas de reciprocidad, tales peticiones no se pueden denegar.

No queremos dar la impresión de que la vida en las sociedades igualitarias del nivel de las bandas y las aldeas se desarrollaba sin asomo de disputas sobre las posesiones, como en cualquier grupo social, había inconformistas y descontentos, a la larga este tipo de comportamiento acababa siendo castigado.

La reciprocidad no era la única forma de intercambio practicada por los pueblos igualitarios organizados en bandas y aldeas, hace tiempo que nuestra especie encontró otras formas de dar y recibir, entre ellas, la forma de intercambio conocida como redistribución desempeñó un papel fundamental en la creación de distinciones de rango. Se habla de redistribución cuando las gentes entregan alimentos y otros objetos de valor a una figura de prestigio como, por ejemplo, el cabecilla, para que sean juntados, divididos en porciones y vueltos a distribuir, en su forma primordial probablemente iba emparejada con las cacerías y cosechas estaciónales, cuando se disponía de más alimentos que de costumbre.

Tal vez los varones de más edad se encargaran de dividir y repartir las porciones consumidas por la gente, sólo un paso muy pequeño separa a estos redistribuidores rudimentarios de los afanosos cabecillas que exhortan a sus compañeros y parientes a cazar y cosechar con mayor intensidad para que todos puedan celebrar festines mayores y mejores, fieles a su vocación, los cabecillas-redistribuidores no sólo trabajan más duro que sus seguidores, sino que también dan con mayor generosidad y reservan para sí mismos las raciones más modestas y menos deseables, la compensación de los redistribuidores residía meramente en la admiración de sus congéneres, la cual estaba en proporción con su éxito a la hora de organizar los más grandes festines, contribuir personalmente más que cualquier otro y pedir poco a nada a cambio de sus esfuerzos, Muy pronto, allí donde las condiciones lo permiten o favorecen, una serie de individuos deseosos de ser cabecillas compiten entre sí para celebrar festines más espléndidos y redistribuir la mayor cantidad de viandas y otros bienes preciados.

Nada caracteriza mejor la diferencia que existe entre reciprocidad y redistribución que la aceptación de la jactancia como atributo de liderazgo, el intercambio redistributivo va asociado a proclamaciones públicas de generosidad del redistribuidor y de su calidad como abastecedor, la redistribución no es en absoluto un estilo económico arbitrario que la gente elige por capricho, puesto que la carrera de un redistribuidor se funda en su capacidad para aumentar la producción, la selección que lleva al régimen de redistribución sólo tiene lugar cuando las condiciones del entorno son tales que el esfuerzo suplementario realmente aporta alguna ventaja.

La mayoría de sociedades cazadoras-recolectoras no igualitarias parecen haberse desarrollado a lo largo de las costas marítimas y los cursos fluviales, donde abundaban los bancos de moluscos, se concretaban las migraciones piscícolas o las colonias de mamíferos favorecían la constitución de asentamientos estables y donde la mano de obra excedente se podía aprovechar para aumentar la productividad del hábitat. El mayor margen para la intensificación solía darse, no obstante, en las sociedades preagrícolas, cuanto más intensificable sea la base agraria de un sistema redistributivo, tanto mayor es su potencial para dar origen a divisiones marcadas de rango, riqueza y poder.

Los objetos suntuarios adquirieron su valor porque eran exponentes de acumulación de riqueza y poder, encarnación y manifestación de la capacidad de unos seres humanos. Para que algo fuera considerado como objeto suntuario debía ser muy escaso o extraordinariamente difícil de conseguir para la gente normal. Con el consumo conspicuo nuestra especie hizo una reinvención cultural de los plumajes de brillantes colores, los alaridos, las danzas giratorias, la exhibición de dientes y las pesadas cornamentas que los individuos de las especies no culturales utilizan para intimidar a sus rivales.

El progresivo deslizamiento (¿o escalada?) hacia la estratificación social ganaba impulso cada vez que era posible almacenar los excedentes de alimentos producidos por la inspirada diligencia de los redistribuidores en espera de los festines y demás ocasiones de redistribución. Cuanto más concentrada y abundantes sea la cosecha y menos perecedero el producto, tanto más crecen las posibilidades de grandes hombres de adquirir el poder sobre el pueblo. Los graneros de los redistribuidores eran los más nutridos, en tiempos de escasez la gente acudía a ellos en busca de comida y ellos, a cambio, pedían a los individuos con aptitudes especiales que fabricaran vasijas, ropa, canoas o viviendas de calidad destinadas a su uso personal.

Al final el redistribuidor ya no necesitaba trabajar para alcanzar y superar el rango de gran hombre, la gestión de los excedentes de cosecha, que en parte seguía recibiéndose para su consumo en festines comunales y otras empresas de la comunidad, tales como expediciones comerciales y bélicas, bastaban para legitimar su rango, de forma creciente, este rango era considerado por la gente como un cargo, un deber sagrado transmitido de una generación a otra con arreglo a normas de sucesión hereditaria, el gran hombre se había convertido en jefe, y sus dominios ya no se limitaban a una sola aldea autónoma de pequeño tamaño sin que formaban una gran comunidad política, la Jefatura.

A pesar de estos presagios, la gente prestaba voluntariamente su trabajo personal para proyectos comunitarios, a una escala sin precedentes, cavaban fosos y levantaban terraplenes defensivos y grandes empalizadas alrededor de sus poblados, amontonaban cascotes y tierra para formar plataformas y montículos donde constituían templos y casas espaciosas para sus jefes, trabajando en equipo y sirviéndose únicamente de palancas y rodillos, trasladaban rocas de mas de cincuenta toneladas y las colocaban en líneas precisas y círculos perfectos para formar recintos sagrados, donde celebraban rituales comunales que marcaban los cambios de estación.

Las gentes del común se sometieron pacíficamente, en agradecimiento por los servicios que les prestaba la clase dominante. Entre estos servicios figuraban la distribución de las reservas de víveres en tiempos de escasez, la protección contra ataques enemigos, así como la construcción y gestión de infraestructuras agrícolas como embalses y canales de riego y avenamiento.

La gente creía que los rituales mágicos ejecutados por los jefes eran fundamentales para la supervivencia de todos. La gran mayoría de las jefaturas que intentaron imponer sobre una clase plebeya impuestos, cuotas, prestaciones de trabajo personal y otras formas de redistribución coercitiva y asimétrica, volvieron a formas de redistribución más igualitarias o fueron totalmente destruidas.

Los primeros Estados evolucionaron a partir de Jefaturas, pero no todas las Jefaturas pudieron evolucionar hasta convertirse en Estados. Para que tuviera lugar la transición tenían que cumplirse dos condiciones: La población no solo tenía que ser numerosa (de más 10.000 a 30.000 personas), sino que también tenía que estar “circunscrita”, esto es, estar confrontada a una falta de tierras no utilizadas a las que pudiera huir la gente que no estaba dispuesta a soportar impuestos, reclutamientos y órdenes.

Si las únicas salidas para una fracción disidente eran altas montañas, desiertos, selvas tropicales u otros hábitats difíciles, ésta tendría pocos incentivos para emigrar. La segunda condición estaba relacionada con la naturaleza de los alimentos con los que había que contribuir al almacén central de redistribución. Cuando el depósito del jefe estaba lleno de tubérculos perecederos como ñames y batatas, su potencial coercitivo era mucho menor que si lo estaba de arroz, trigo, maíz u otros cereales que podían conservarse sin problemas de una cosecha a otra.

La razón que impulsó al hombre de finales del período glaciar a abandonar su existencia de cazador-recolector sigue siendo objeto de debate entre los arqueólogos, sin embargo, parece probable que el calentamiento de la tierra después del 12.000 antes de Cristo, la combinación de cambios medioambientales y el exceso de caza provocaron la extinción de numerosas especies de caza mayor y redujeron el atractivo de los medios de subsistencia tradicionales. En varias regiones del Viejo y Nuevo Mundo, los hombres compensaron la pérdida de especies de caza mayor yendo en busca de una mayor variedad de plantas y animales, entre los que figuraban los antepasados silvestres de los cereales y animales de corral actuales. En el próximo Oriente, donde nunca abundó la caza mayor como en otras regiones durante el periodo glaciar, los cazadores-recolectores comenzaron hace más de trece milenios a explotar las variedades silvestres de trigo y cebada que allí crecían.

. Puesto que la cosecha de semillas silvestres no se podía transportar de campamento en campamento algunos pueblos se establecieron, construyeron almacenes y fundaron aldeas de carácter permanente, entre el asentamiento junto a matas prácticamente silvestres de trigo y cebada y la propagación de semillas de mayor tamaño y que no se desprendían al menor roce, sólo media un paso relativamente corto.

Los primeros centros agrícolas y ganaderos dependían de las lluvias para la aportación de aguas a sus cultivos, al crecer la población comenzaron a experimentar con el regadío, con el fin de ganar y colonizar tierras más secas. Limitados en un principio a permanecer en las márgenes de una corriente de agua natural, pronto llegaron a depender totalmente del regadío para abastecer de agua sus campos de trigo y cebada, quedando así inadvertidamente atrapados en la condición final para la transición hacia el Estado. ¿Cómo iban a llevarse consigo sus acequias, sus campos irrigados, jardines y huertas, en las que habían invertido el trabajo de generaciones?

El reino tenía a su favor una ventaja importante, las jefaturas eran propensas a intentar exterminar a sus enemigos y a matar y comerse a sus prisioneros de guerra, sólo los Estados poseían la capacidad de gestión y el poderío militar necesarios para arrancar trabajos forzados y recursos de los pueblos sometidos, al integrar a las poblaciones derrotadas en la clase campesina, los Estados alimentaron una ola creciente de expansión territorial, cuanto más propensos y productivos se hacían, tanto más aumentaba su capacidad para derrotar y explotar a otros pueblos y territorios.

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