Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

miércoles, 4 de febrero de 2015

INQUIETUDES DE UNA REINA INQUIETA







Estocolmo, otoño de 1649, la reina de Suecia está inquieta a la espera de la llegada de un viejo soldado: su corresponsal y maestro René Descartes. Hija de Gustavo Adolfo II, a quien sucedió a la temprana edad de seis años bajo la tutela del canciller Oxenstierna, Cristina, en 1644, a los dieciocho años, fue declarada mayor de edad y reinó personalmente. Fue educada para ejercer el trono con total resolución, para ello, su padre la crió como si esa muchacha frágil y poco agraciada fuese un príncipe. Cristina se destacó rápidamente en actividades exclusivamente masculinas, como la caza y el deporte, siendo una excelente jinete y muy hábil en el manejo de la espada. Esto es lo que reza la historia oficial, a menudo escrita para disimular aquello que resulta enojoso, y acaso incómodo, para las autoridades. Lo cierto es que Cristina no fue criada como un hombre, sino que aquel comportamiento era natural en ella.

Cristina se mostró educadamente indiferente ante los hombres. Disfrutaba, en cambio, de la compañía de intelectuales, poetas y pensadores; entre ellos, René Descartes, quien vivió y murió en su corte. Adoptó el lema: “La sabiduría es el pilar del reino”   y su fuerte defensa de las artes le ganó el apodo de “la Minerva del norte”.  Cristina era tan sensible como emocionalmente inestable, acaso debido a las clausuras sentimentales de su época, que bien permitían deslices amorosos pero jamás una elección sexual abiertamente alternativa. Los años pasaron sin bodas ni descendencia. En 1647 fue entrevistada oficialmente por el Consejo del Reino para averiguar las razones de esta demora. Presionada por las autoridades, que insistían en que contraiga matrimonio con su primo Carlos Gustavo, un héroe nacional, Cristina se tomó unos días para elaborar sus argumentos. Mientras tanto, en una gran muestra de habilidad estratégica, hizo circular el rumor de que mantenía una relación íntima con el conde de Pimentel, embajador español en Suecia.

El 6 de junio de 1654, en el salón principal del castillo de Uppsala, Cristina de Suecia se quitó las insignias reales y su primo asumió el trono bajo el nombre de Carlos X Gustavo. Para su manutención se estableció un acuerdo económico, en el cual se le otorgaba la permanente propiedad de varios dominios en el reino, cuya administración quedaba a cargo de un gobernador general. Los ingresos los percibió Cristina hasta su deceso. A partir de entonces se dedicó a viajar y pasó largas estancias en diversos países europeos, estableciéndose en Bruselas.
Once años más tarde, durante su estancia en Innsbruck, anunció su conversión al catolicismo y se trasladó primero a Roma y más tarde a Francia, para fijar al fin su residencia en Fontainebleau, donde se vio envuelta en el asesinato, el 10 de noviembre de 1657, de su presunto amante, el caballerizo mayor Monaldeschi. Tras el escándalo, se trasladó de nuevo a Roma, ciudad en la que pasó prácticamente los últimos años de su vida rodeada de intelectuales.
El 12 de febrero de 1660 murió súbitamente Carlos X Gustavo en Gotemburgo, dejando a su hijo Carlos XI de Suecia, de 5 años de edad, como heredero. El Consejo del Reino designó a cinco nobles para que asumieran el poder en el reino de Suecia, hasta la mayoría de edad del heredero. Cristina decidió ir a su tierra natal para revisar su posición e intereses.



Su visita al reino sueco tuvo altibajos. Logró confirmar las condiciones de su título y las rentas, pero se le retiró el poder para nombrar autoridades eclesiásticas en las posesiones que generaban dichas rentas. Se embarcó en la primavera de 1661 con destino a Hamburgo, donde permaneció cerca de un año. Allí resolvió firmar un contrato con un banquero para que se hiciera cargo de normalizar sus ingresos. Durante su estancia en Hamburgo se interesó por la alquimia y la Piedra filosofal, lo que algunos autores han interpretado como una búsqueda de Cristina para resolver sus problemas financieros. En 1662 retornó a su palacio en Roma. En 1666 dejó Roma para volver nuevamente a Hamburgo. Luego de vivir un año en esta ciudad, se trasladó a Suecia, esta vez con la prohibición de acompañarse de sacerdotes católicos y de celebrar misa en tierra sueca. Para una persona religiosa y observante como Cristina, esto fue un insulto, pero ella lo dejó pasar y acudía al embajador francés para poder asistir a misa en el recinto diplomático franco. En cuanto a sus propiedades, logró arrendar sus posesiones de Ösel y Gotland, lo cual implicó un ingreso fijo. Con amargura abandonó Suecia el año 1668, para ya no retornar más, y volvió de nuevo a Hamburgo. Durante su estancia allí ocurrió la abdicación de Juan II Casimiro de Polonia, un miembro de la rama polaca de la dinastía Vasa, y surgieron voces que la propusieron como aspirante al trono de Polonia-Lituania, pero no tuvo apoyo. Cristina regresó a su corte en Roma y ya no volvería a viajar.

La actividad cultural de Roma tomó nuevos bríos con los proyectos de la exreina, que comenzó a reunir a artistas, científicos e intelectuales en su residencia, dándoles una estructura básica en forma de academias, donde se podía discutir y crear. A los más destacados, les asignó un estipendio y en algunos casos una pensión. Una de sus academias, llamada Academia Real, estaba inspirada en la Academia Francesa, y su meta era preocuparse del idioma itálico, el cual consideraba proclive a la exageración y a la hipérbole, y reemplazarlo gradualmente por uno más sencillo. Este proyecto se transformaría, después de su muerte en 1690, en la llamada Pontificia Accademia degli Arcadi, o Academia de la Arcadia. Entre los miembros de dicha academia se encontraba un joven literato, Giovanni Francesco Albani.
Siendo la Filosofía y la Teología los temas que más le interesaban, mantuvo durante su vida una abundante correspondencia con destacados personajes en ambos temas, escribiendo siempre en francés, así como lo fueron todos sus escritos. Ésta correspondencia se encuentra hoy mayormente en los Codices Reginenses de la Biblioteca Vaticana y también repartida por Europa.



Copia romana en mármol de un original helenístico y restaurada en el siglo xvii: La musa Talía; la cabeza, Retrato de Cristina de Suecia (siglo xvii) (detalle)
Mármol
Núm. de inventario: E-38

En la última década de su vida comenzó a escribir una Autobiografía, que dejó inconclusa.  En 1665, el duque de La Rochefoucauld publicó Reflexiones o sentencias y máximas morales. La reina inició un intercambio de correspondencia con el escritor francés, y motivada por el trabajo de éste, comenzó a escribir aforismos que fueron reescritos en 1670, en dos volúmenes: Les Sentiments Heroiques y L'Ouvrage de Loisir: Les Sentiments Raisonnables. En total son 1300 aforismos, escritos con las cualidades de una máxima: ser la expresión más breve de un pensamiento. Tenía también como costumbre escribir comentarios en el margen de los libros que leía, que han contribuido a ampliar su biografía. Hay que recordar asimismo que contó con el inestimable apoyo de los miembros de la Academia Real fundada por ella.

En su testamento Cristina escribió que deseaba ser amortajada de blanco y sepultada en el Panteón de Agripa, sin exhibición de sus restos y rechazando cualquier pompa o vanidad. Su epitafio debería ser tallado en una piedra sencilla y sólo con la inscripción “D.O.M. Vixit Christina annos LXIII” (Deo Óptimo Máximo vivió Christina 63 años). Pero fue en la Basílica de San Pedro donde acabó depositado su cuerpo en un ataúd de ciprés junto a su corona y cetro. El ataúd a su vez fue colocado en otro de plomo y finalmente en otro ataúd de madera. Éste fue depositado en las llamadas Grotte vecchie (Grutas viejas), en la nave central de la Basílica. Su sepulcro fue sellado con argamasa y posteriormente se le agregó el epitafio: D.O.M. Corpus Christinae Alexadrae Gothorum Suecorum Vandalorumque Reginae Obiit die XIX Aprilis MDCLXXXIX. En 1701, durante el papado de Clemente XI -aquel joven literato Albani de la Academia de la Arcadia-; el arquitecto Carlo Fontana, un discípulo de Bernini, realizó el monumento funerario que se puede observar hoy en la Basílica de San Pedro.


René Descartes, hijo de un miembro de la nobleza nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, aldea de la región francesa de Turena. Ingresó en el colegio de La Flèche, regentado por jesuitas, uno de los centros de enseñanza de más prestigio de la época. En 1614 continuó estudios en la Universidad de Poitiers. En 1618 dispuesto a “viajar, ver cortes y ejércitos” se alistó en el ejército del príncipe de Mauricio de Nassau, que, aliado de Francia, combatía a los españoles en los Países Bajos.

En 1619 abandonó Holanda y se alistó en el ejército de Maximiliano de Baviera. Durante la noche del 10 de noviembre, estando acampado en Neuburg, descubre, lleno de entusiasmo, “los fundamentos de una ciencia admirable”. Descartes vislumbró el método que ha permitido el descubrimiento de la verdad en cada una de las ciencias.

En 1628 participó en el sitio de La Rochelle. Por esta época escribió las “Reglas para la dirección del espíritu” que, publicadas póstumamente, constituyen el primer diseño de la filosofía cartesiana. En 1637 publica los tratados de Dióptrica, Meteoros y Geometría, precedidos de una introducción a la que intitula “Discurso del método”, aunque posteriormente el Discurso se ha independizado de los tratados a los que precedía.

En 1644 da a conocer una de sus obras más importantes, los “Principios de filosofía”, en la que rechaza cualquier explicación extrínseca, ya sea teológica o simplemente espiritualista, de los fenómenos físicos. Por esta época sostiene una intensa correspondencia con la princesa Isabel del palatinado, este epistolario, en el que cabe incluir a otra admiradora, la reina Cristina de suecia, es de importancia en la obra cartesiana, por cuanto amplía muchos temas que no fueron sistematizados por Descartes.

En 1649, encontrando amenazada su tranquilidad en Holanda, acepta trasladarse, en octubre, a la corte de Cristina de suecia, en Estocolmo. La dureza del clima nórdico termina por minar su frágil salud. Habiendo contraído una pulmonía, fallece el 11 de febrero de 1650 en Estocolmo.
El Renacimiento no llegó a crear un sistema filosófico a la altura de los grandes progresos que propició en el terreno de las ciencias. Fue precisa una síntesis filosófica capaz de integrar las conquistas del Humanismo renacentista con las exigencias de una nueva metafísica. Descartes fue quien materializó esa síntesis. La necesidad de encontrar un método de pensamiento surge de la exigencia cartesiana de hallar un instrumento que permita por sí mismo la búsqueda de la verdad.

Este método se funda en la “duda metódica” (que no escéptica) y empieza por criticar aquello que no es evidente. La duda metódica ha de cuestionarse, por tanto, los datos de los sentidos, puesto que la certeza empírica nunca es total. Hay que dudar hasta de la existencia de nuestro propio cuerpo, (la vida es sueño, escriben Calderón y otros autores), porque se trata de descubrir una evidencia tal que resista cualquier tipo de objeción El primer y mas característico ejemplo de una verdad evidente es el contenido en el “Cogito, ergo sum”, (Pienso, luego existo), pues aun en la misma duda, en el mismo hacho de dudar o de estar engañado, es incontestable la verdad de que se está pensando.


Los criterios de claridad y distinción constituyen el núcleo de la primera de las reglas de que se compone el método cartesiano. La segunda regla es de carácter analítico y consiste en dividir cada una de las dificultades en tantas partes como sea posible. La tercera de las reglas postula la necesidad de ordenar el pensamiento de lo simple a lo complejo, en una sucesión gradual. Finalmente, la cuarta regla habla de hacer, en todo, enumeraciones tan completas que no omitan nada.


Descartes creó un sistema del mundo que hizo posible que la ciencia pudiera desarrollarse libre de trabas según su propia lógica, aún a costa de escindir el sujeto pensante de la materia extensa. Al garantizar metafísicamente su teoría del conocimiento, afianzó la fe del hombre en su propia razón y, por tanto, en su capacidad científica de llegar algún día a dominar la naturaleza. La revolución intelectual que supuso la construcción del sistema cartesiano se dio en una época de grandes avances científicos, es por ello que Descartes figura entre los fundadores de la ciencia moderna, experimental y cuantitativa, a la vez que está considerado como el primer filósofo de la Edad Moderna.



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