Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

jueves, 22 de septiembre de 2011

Los monasterios.






En la Europa del siglo VIII, fraccionada en múltiples reinos bárbaros, surgió un imperio, el de los carolingios, que fue capaz de someter una enorme extensión de territorio y propició un renacimiento cultural y artístico, la familia de los carolingios, aliada con la Iglesia, pretendió reconstruir el antiguo imperio romano, aunque fue incapaz de desvincular los intereses de estado de la tradición germánica, que consideraba el reino como un patrimonio personal.

Carlomagno consiguió su gran expansión territorial gracias, en buena parte, a su formidable organización armada, en principio, renunció a la cantidad y se centró en la calidad, comprendiendo que miles de campesinos mal armados y peor adiestrados solían ser más una carga que una ayuda, en consecuencia, prefirió contar con una elite de guerreros bien equipados y entrenados, capaces de combatir disciplinadamente y de costear su propio equipo y mantenimiento a cambio de recibir las tierras conquistadas, primero en usufructo y luego a perpetuidad, ello supuso sustituir la infantería campesina, utilizada por los merovingios por una aristocracia guerrera. Como la difusión del estribo y la silla de arzón alto habían proporcionado la posibilidad de cargar a caballo contundentemente contra las líneas enemigas, la caballería se organizó en dos tipos de fuerzas, la ligera contaba con escudo, lanza, espada y arco, la pesada añadía la costosa brunea o cota de malla, yelmo, y polainas de hierro.

Se producían modestas revoluciones técnicas que iban aumentando la productividad: grandes arados de reja curva daban dentelladas más profundas en la tierra, herraduras y collera de pecho, mejor que la de cuello, facilitaban el agarre y el tiro, había molinos más eficientes y una metalurgia más precisa, y nuevos productos, sobre todo armas y cristalería, ampliaban el abanico de negocios, y el flujo de riqueza. Puede que la población de Europa Occidental se duplicará mientras tenían lugar estas transformaciones, en los principios del siglo XI y mediados del XII. Entre las consecuencias figuraba la revitalización de las viejas ciudades y la expansión del modelo urbano a nuevas tierras, a medida que se iba construyendo nuevas ciudades, el sentimiento comunitario se iba reavivando en las antiguas, las ciudades, en lugar de recurrir a algún protector poderoso, (obispo, noble o abad), se convirtieron en sus propios “señores” e incluso extendieron su jurisdicción al campo, de hecho, algunas ciudades eran repúblicas independientes.

Los bosques templados de Eurasia, al ir desapareciendo, fueron sustituidos por un cuarteto de entornos hechos por el hombre: asentamientos, cultivos, pastos y bosques explotados. El pasto era una parte importante de la ecología proforestal por los derivados y complementos dietéticos que representaba el ganado bovino y ovinos, también por la fuerza motriz que producían bueyes, caballos y mulas, además, a la larga, contribuyó a la relativa inmunidad de los pueblos eurasiáticos a las epidemias mortales, los rebaños eran reservas de infecciones a las que dueños y vecinos se aclimataron, en este sentido, las civilizaciones que se forjaron su propio espacio en los bosques americanos y en las que no sobrevivieron grandes cuadrúpedos domésticos parecen frágiles en comparación, seguramente esta sea la clave que explica los destinos opuestos del bosque en ambos hemisferios, cuando América tuvo caballos y bueyes, los bosques comenzaron a desaparecer casi tan rápido como en el Viejo Mundo, las ciudades que los reemplazaron se hicieron igual de grandes y diversas, y también arraigaron en un sistema de gestión ecológica muy variado, en otros tipos de entorno, como en las llanuras tropicales, desiertas y tierras altas, (dondequiera que pueblos del Nuevo Mundo tuvieran camélidos a su disposición o donde la falta de grandes animales domesticados tuviera menor importancia) la adaptación de la naturaleza fue tan eficiente como en cualquier lugar de Eurasia. La expansión de la vida sedentaria y urbana redujo los bosques ilimitados, que sobrecogían al romano Tácito, a una serie de florestas perfectamente empaquetados con límites precisos dentro del mapa, las atravesaron los caminos, estaban salpicadas de huertos y de lugares para el pastoreo, e iluminadas por claros en cuyos jardines se acurrucaban posadas para cazadores, al final, los bosques se convirtieron en jardines artificiales, avenidas, grutas artificiales, bulevares urbanos y parques.

En las fronteras, el afán por obtener el mayor provecho posible y compartir los riesgos de cualquier eventualidad fomentó, en ocasiones, la formación de auténticas societates ad lucrum, con repartos de beneficios entre sus miembros, que, aun cuando basadas en los hábitos anteriores, denotan un concepto productivo de la guerra, llevado hasta sus últimas consecuencias: “hízose mucho daño en ellas, y volvió la gente con buena presa de ganados”. Todo este afán por el saqueo y la captura del ganado ajeno, que rememora los comportamientos atávicos de la frontera, nos remite a uno de los pilares fundamentales, el más importante si cabe, sobre el que se sustentó la economía durante toda la Edad Media: Asociada al cultivo de los campos y a la explotación de los recursos del bosque, la cría de ganado en sus diferentes especies se configuró, ya desde el primer momento, como la ocupación y fuente de riqueza preferentes de una buena parte de la población.

Esta importancia de las actividades pecuarias en el marco de la economía medieval resulta de sobras conocida y ha sido destacada en múltiples oportunidades, sobre todo para la parte de la Castilla Hispánica, donde, en cuanto que la apropiación de nuevas y más amplias zonas de pasto constituyó, desde su origen, uno de los objetivos clave de su expansión militar a costa del Islam, y aparece estrechamente conectada a la dinámica secular del propio movimiento reconquistador.

La explotación ganadera constituye un recurso de aplicación universal en aquellos territorios el los que el bajo nivel de poblamiento es la tónica habitual, ya que, disponiendo del espacio necesario que su ejercicio consume, en comparación con la agricultura posibilita unos rendimientos mayores con menor inversión de trabajo. En otra vertiente, habida cuenta de las condiciones de vida de la frontera, sujetas como estaban a los azares de la guerra, la ganadería ofrecía la ventaja sobre la agricultura de producir bienes más fácilmente defendibles en el supuesto de algún ataque enemigo. Y aun en el caso da fructificar el saqueo, siempre quedaba la oportunidad de volver a recuperarlos batiendo al invasor en la retirada.

Algunas de las medidas que los fueros disponen acerca de la guarda de los ganados parecen responder al ambiente de frontera descrito, donde la inseguridad existente obligaba a protegerlos con tropas armadas (sculca) y a evitar los riesgos de su pastoreo por los extremos más apartados del término.

Con una composición más heterogénea que la integrada en los circuitos de la trashumancia, tanto los fueros como otros documentos conservados acreditan la preocupación existente por el cuidado y mantenimiento de unos animales que, como característica común, estaban estabulados en las casas de sus propietarios y/o eran pastoreados por los lugares acotados al efecto en los aledaños de las villas y en los términos privativos de las aldeas, animales que, en general, proporcionaban fuerza de trabajo, productos ganaderos e ingresos supletorios a las economías familiares.

Caballos, mulas “de siella” o “de albarda”, rocines, yeguas y asnos acostumbran a figurar entre los animales más protegidos por la legislación frente a los robos u otros daños de distinta índole de que pudieran ser objeto, estándoles reservadas, asimismo, las mejores zonas de pastos.

Mucho más abundante y con una difusión mayor entre las haciendas campesinas, el ganado vacuno proporcionaba, esencialmente, la fuerza de trabajo necesaria para la realización de las labores pertinentes al cultivo de los campos. La cogida en prenda de bueyes de arada fue uno de los usos que, con más frecuencia, acostumbraron a prohibirse en las hermandades establecidas, castigándose a los infractores con el duplo de los daños ocasionados y la satisfacción a los perjudicados de los gastos que de ello se derivaba. Y en esta misma vertiente, uno de los castigos más comunes con que se penalizaba a los campesinos que eran sorprendidos labrando fuera de los límites asignados a sus aldeas era matarles ipso facto las yuntas con las que trabajaban.

A tenor de las prescripciones forales que regulan los salarios de vaquerizos y becerreros, el fructus garanti que debía repartirse entre éstos y los propietarios del ganado se concretaba en terneros o becerros, mantequillas y quesos, figurando también sus pieles entre las materias primas que solían trabajar los zapateros de las villas. La frecuencia con que el ordenamiento foral menciona a los puercos entre los invasores de dehesas, plantíos y sembrados, así como la precisa reglamentación del oficio de porquerizo (custos porcorum o subulcus), permita acreditar el vigor de tales prácticas ganaderas.

Algunos fueros locales vedaban la participación en la trashumancia a los propietarios de ganado que no tuvieran el mínimo de ovejas exigido. Esto no excluye que hubiera, pues, rebaños, de no muchas cabezas, que ocasionalmente o de forma habitual pasaran el invierno en los pastizales de los dominios concejiles. Así, con los machos del ganado caballar, mular y asnal, se formaban las dulas, que, puestas al cuidado de los duleros (caballones, vezaderos), aprovechaban los pastos privilegiados que procuraban las dehesas concejiles.

Las dificultades que entrañaba para su pastoreo la conducta de estos animales en presencia de hembras en celo motivaban su estricta separación por sexos y la formación de otros rebaños análogos, las yeguadas o muladas, integrados únicamente por yeguas y asnas, conducidas por los yeguadizos y sujetas al mismo régimen que las dulas. Este mismo sistema de pastoreo comunitario se seguía, así mismo, con la cabaña vacuna y caprina. En el primer caso, con los animales empleados en la labranza y, tal vez, con las hembras de cría se formaban las vacadas o las boyadas, mientras que los becerros y los animales más jóvenes, destajados de sus madres, eran agrupados en otros rebaños diferentes, puestos todos ellos al cuidado de sus respectivos pastores ( vicarii boum, curias de los bueyes, vitularii, chotarizos).

Esta relativa consistencia que parece haber tenido el régimen estante entre las prácticas de explotación ganadera apenas admite parangón, sin embargo, con la importancia que adquirió el sistema fundamentado en las migraciones estacionales de los rebaños de unos pastos a otros. La apertura de los nuevos pastos, el progresivo incremento de la trashumancia y la expansión ganadera que de ello se derivó obligaron a una paulatina estructuración del sector que se manifestó en sus diferentes aspectos.

La necesidad de evitar los abusos y hacer efectiva la protección dispensada por las coronas daría lugar a la institucionalización de un funcionario específico, cuya misión ordinaria estribó en proteger a los pastores y ganados, conocido como guardián de las cabañas. El salario que percibían se concretaba en quasdam borregas de cada rebaño comprendido en su jurisdicción.

A una preocupación semejante a la que presidió la institucionalización del guardián de las cabañas respondió la creación de un nuevo cargo, en esta ocasión concejil, que, si bien tenía unos cometidos más amplios de los que ahora interesan, su vinculación a la explotación ganadera era particularmente estrecha. Se trata del oficio conocido con los nombres de caballero de la sierra, montero o montaraz. Directamente ligada a la práctica de la trashumancia, la primera de las instituciones pastoriles de las que tenemos constancia es el ligallo, asamblea periódica de pastores de ovino cuya finalidad estribaba en concentrar las reses mostrencas para devolverlas a sus propietarios.

Habida cuenta de la estrecha relación existente entre estas concentraciones pastoriles y las actividades que giraban en torno de la esculca, la interrupción de sus celebraciones pudo ser originada por la desaparición de estas comitivas armadas tras los alejamientos definitivos de las fronteras. La función del ligallo quedó reducida a distribuir las ovejas mostrencas previamente aportadas por sus posesores entre aquellos ganaderos o pastores que acreditaran su propiedad, su convocatoria corría a cargo de los oficiales de la cerraja, quienes designaban también el lugar donde debía reunirse. La asistencia al ligallo obligaba a todos los pastores que tuvieran en sus cabañas reses descarriadas, las cuales debían entregar a los funcionarios de la cerraja, so pena, en caso de incomparecencia de cinco carneros de multa y del doble de los mostrencos que se les encontraran. En el supuesto de que restaran ovejas sin adjudicar por no haber aparecido sus dueños, éstas eran encomendadas a dos homes buenos de los pastores que se hacían cargo de ellas por espacio de cuatro ligallos.

Otra institución pastoril, ya mencionada, fue la cerraja, vocablo éste con el que, como sucedía con frecuencia, se denominaba tanto a las asambleas plenarias de los pastores como a la corporación que los agrupaba. Se trataba de una corporación profesional, a modo de cofradía, de la que estaban excluidos los propietarios que no tenían en el pastoreo su actividad ordinaria. Ahora bien, si la institucionalización del ligallo, en principio, aparece directamente relacionada con los problemas planteados por la reintegración a sus dueños de las reses descarriadas, aunque pudiera haber desempeñado también otras funciones, los orígenes de la cerraja resultan mucho más confusos y problemáticos, entroncan directamente con la organización de las primitivas comitivas armadas.

En lo que se refiere a sus funciones y competencias, el parentesco entre los alcaldes esculqueros y los posteriores alcaldes cerrajeros es indudable. La organización autónoma de la esculca la integraban únicamente caballeros, a ello se sumaba su carácter temporal, en cambio, en el caso de la cerraja, no sólo se trataba de una corporación permanente, cuyos cargos se renovaban en fechas estipuladas, sino que, por otra parte, el espectro social de sus filas era mucho más amplio.

En su origen, la cerraja era la asamblea plenaria de los pastores, congregada al objeto de elegir sus funcionarios y ordenar todos aquellos negocios que interesasen al oficio. Según cabe deducir de las ordenanzas, la concurrencia a las asambleas obligaba a todos los pastores que tuvieran a su cargo un mínimo de cien ovejas, de donde parece desprenderse que se trataba de la condición necesaria para ser considerado como profesional de la actividad pastoril.

Una vez reunida, el primer acto que se celebraba consistía en elegir por sorteo de entre los asistentes dos cerrajeros, cuya misión consistía en organizar las comidas de los participantes durante los dos días que, al parecer, duraban las congregaciones. Para ello, cada uno de los asociados, tanto los presentes como los ausentes, estaba obligado a entregarles una borrega en el plazo máximo de nueve días desde el inicio de la asamblea, bajo pena, en caso de incumplimiento, del pago de un carnero de multa además de la citada borrega.

Pero el acto más importante de cuantos se desarrollaban era la elección de los funcionarios que habrían de regir la vida pastoril durante el año en que transcurría su mandato. Estos eran cuatro alcaldes, un escribano y cuatro consejeros, a cuyo cargo corría, entre otras cosas, la organización de los ligallos, la encomienda del ganado mostrenco para su cuidado y la adopción de las medidas pertinentes en orden a la defensa y protección de los rebaños. En este sentido, estaban facultados para establecer en caso de guerra los límites de seguridad del espacio ganadero, prohibiendo a los pastores el adentrarse por zonas peligrosas, fuera de los lindes que considerasen oportunos. Así mismo, podían enviar barruntes al objeto de inspeccionar la situación en áreas de pasto y decidir, a su vez, a resultas de sus pesquisas, cuándo habrían de llevar los pastores las armas que estimasen necesarias. Atribuciones todas ellas, como puede observarse, que parecen rememorar las funciones que quizá desempeñaran los oficiales de la esculca.

Además de estas responsabilidades comunes, que posiblemente ejercieran colectivamente, estos oficiales tenían encomendadas otras tareas más específicas, cuyo cumplimiento corría a cargo de cada uno de ellos. Una de las misiones propias de los alcaldes consistía en impartir justicia en todos los pleitos que se suscitaran entre pastores por los “fechos de las cabannas” y, en particular, en los que se originaban en el ligallo con ocasión de la reintegración a sus dueños de las reses descarriadas. El desacato a su autoridad y las ofensas a la parte contraria en su presencia eran castigadas severamente con las acostumbradas multas en carneros, que, en estos supuestos, se cifraban en cinco y dos cabezas respectivamente.

El escribano tenía como obligaciones inherentes al cargo el elaborar los documentos que emanaban de la cerraja, es probable que corriera también de su cuenta, bajo el dictado de las jerarquías cerrajeras, la administración de la almosna pastoril. Su nombramiento se efectuaba para un periodo de cinco años, estando obligado a servir el oficio so pena de diez carneros de multa “por cadanno que faldrá”, igualmente, en el momento de acceder al puesto, se le requería la prestación de juramento ante los alcaldes y la entrega de fianzas (casa con pennos), en garantía de su gestión. Como parece ser la pauta habitual en el sector, la remuneración de estos funcionarios se libraba en ganado, en el caso particular del escribano, se cifraba en una cordera por cabaña, que le era entregada cuando había transcurrido la mitad de su periodo de servicio. Los alcaldes y cerrajeros se lucraban de una tercera parte de las caloñas que se recaudaban por las sanciones incurridas por los pastores, que, obviamente, se abonaban todas ellas en la misma especie.

Otro instrumento esencial que, junto a todos estos oficiales, contribuyó a imprimir a la corporación pastoril un carácter más permanente fue la almosna, órgano financiero de la entidad, aplicado a subvenir los gastos que comportaba su mantenimiento y las obras de beneficencia que practicaba. Los recursos ordinarios de la misma provenían, fundamentalmente, de las ventas del ganado mostrenco, de las aportaciones pecuniarias de sus miembros y de las multas que se cobraban por infringir las normas reglamentarias de la institución o por otras causas diversas contempladas en las ordenanzas. Según se disponía en éstas, todas aquellas reses descarriadas que, después de cuatro ligallos seguidos, aún no se hubiesen podido reintegrar a sus dueños, debían ser vendidas por los alcaldes y consejeros en provecho de la cerraja, destinando dos tercios de los beneficios obtenidos a la redención de cautivos y al casamiento de huérfanas y el tercio restante, “para las misiones de los dichos pastores”. Con unos fines análogos eran ingresadas en sus arcas las dos terceras partes del producto de las caloñas, cuyo importe podía oscilar desde un simple carnero, la más leve, hasta cinco cabezas y el duplo de las mostrencas que se le hallaran con la que eran sancionados quienes pretendían escamotear ganado ajeno mezclado en sus rebaños. Así mismo, todos los asistentes a las asambleas anuales de septiembre estaban obligados a contribuir con un dinero que se recaudaba con esa ocasión, salvo en el caso de los dos cerrajeros, que tenían que pagar cinco sueldos cada unos de ellos.

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