Disección de un caballo, grabado del Cours d´Hippiatrique, ou traité complet de la médicine des chevaux, Philippe-Étienne Lafosse, París 1.772

jueves, 23 de septiembre de 2010

La vida en el Nilo (I)





Los antiguos egipcios denominaban a su país Kemet, (tierra negra), debido al color negro del limo llevado y depositado por la inundación anual del Nilo que fertilizaba las tierras cultivables. Kemet era la zona habitada y donde era posible el cultivo de los campos. Egipto era sólo la tierra fértil del valle (Alto Egipto) y del Delta (Bajo Egipto). El resto era Dehseret, (la tierra roja), llamado así por el árido color de las arenas del desierto deshabitado, yermo e infecundo.

El Nilo también dividía el país en dos mitades: Cabet (oriente), e imenet (occidente). Para el pueblo egipcio, el recorrido que realizaba el sol en el horizonte tenía importantes connotaciones funerarias. El sol desaparecía cada atardecer por occidente, simbolizando la vida y la resurrección. Por ello, las ciudades y las aldeas de los antiguos egipcios se ubicaban siempre en la ribera este del Nilo; y las necrópolis y los templos funerarios, en la orilla oeste.

Hacia el año 10.000 a.n.e., las altiplanicies saharianas estaban repletas de flora y fauna. Sus habitantes vivían de la caza y la recolección, y también explotaban los recursos acuáticos de lagos y ríos. Sin embargo, como consecuencia de los severos cambios climáticos que se produjeron en el norte de África entre el 6000 y el 5000 a.n.e., se abrió en el Sahara una etapa árida conocida como Gran Árido medioholocénico. Huyendo de la desertización las poblaciones nómadas de esas regiones víctimas del nuevo clima extremadamente seco, abandonaron su hábitat ancestral y se asentaron a lo largo del curso del Nilo. Entonces se produjo la simbiosis entre el hombre y el Nilo, característica de la civilización faraónica.

El Alto Egipto, “la tierra del junco” (Ta Shemahu), se extendía desde el sur de Menfis hasta la primera catarata, en Asuán, más allá de la cual estaba Nubia. Al bajo Egipto los egipcios lo denominaban Ta mehu, “la tierra del papiro”, por la gran profusión de esta planta en la zona. Comprendía la fértil región del Delta desde Menfis, e incluía el oasis de El fayun, de gran importancia económica.

A finales del IV mileno a.n.e. el valle del Nilo estaba en plena efervescencia. Por todas partes comenzaban a aparecer entidades políticas de distinto calado y con diversos grados de madurez, desde Nubia hasta el Delta. Los más consolidados de estos centros terminaron siendo Hieracómpolis, Abydos y Nagada, distribuidos en torno a la región tebana. Mientras en el resto del país los jefes, caudillos y cabecillas de poblado luchaban para afirmar su poder, estas tres poblaciones ya hacía algún tiempo que habían sobrepasado ese estadio. En ellas (y probablemente también en Qustul, en Nubia) habían surgido entidades políticas más homogéneas y poderosas, gobernadas por lo que conocemos como protorreyes.

Lógicamente, uno de los elementos utilizados por estos monarcas para dejar constancia de su dignidad como reyes fueron sus enterramientos. Éstos se localizaron en Abydos, convertida en la necrópolis de todos los soberanos de la primera dinastía y de los dos últimos de la dinastía siguiente. Es aquí donde aparecieron los elementos que más tarde darían lugar a los complejos funerarios con pirámide.

El primer elemento distintivo de las tumbas predinásticas es la orientación de los cuerpos de los difuntos, que siempre encontramos dispuestos de norte a sur (en el sentido del Nilo) y con la cabeza mirando al oeste, el lugar donde se ponía el sol y se situaba el reino de los muertos. El segundo rasgo característico de estas sepulturas se relaciona con la crecida del Nilo, un fenómeno muy presente en la ideología faraónica.

Ningún egipcio de la época pudo dejar de observar que, tras la retirada de las aguas de la crecida, lo primero que surgía eran las colinas más altas, lugares donde, en poco tiempo, la vida volvía a crecer con todo su esplendor tras los meses de inundación. Fue así como surgió la idea de la colina primigenia, que emergía de las aguas primordiales donde reinaba el dios Nun y de las que surgía el demiurgo, que desde ella creaba el mundo (Ra).

Por otra parte, desde tiempo inmemorial, los habitantes del valle del Nilo enterraban a sus muertos en la arena del desierto, evitando la valiosa tierra fértil de los cultivos. Como es bien sabido, cuando se cava un agujero en el suelo, a la hora de taparlo siempre sobra tierra, que acaba encima formando una pequeña colina. Dado que en el sur del país los muertos se acompañaban de un valioso ajuar funerario (justo lo contrario de lo que sucedía en el norte), muchas de estas tumbas eran saqueadas al poco tiempo de haberse excavado y, puesto que tampoco eran muy profundas, los animales carroñeros podían llegar a desenterrar los cuerpos. De este modo, los egipcios observaron como resultado de la acción secante de la arena, que se bebía los fluidos de la descomposición, estas momias naturales que conservaban intactos los rasgos del difunto. Esto sólo podía significar que enterrarse bajo una colina preservaba de la muerte, por lo que los nuevos soberanos decidieron que era imperativo situar sus tumbas bajo un montículo. Renacer en el otro mundo era su privilegio y deseaban contar con todos los elementos necesarios para lograrlo.

Las tumbas reales de la dinastía I pueden no parecernos demasiado espectaculares, pero en su momento supusieron un avance notable. En las primeras tumbas no había acceso desde el exterior, pero a partir de Djet (el 4º rey de la dinastía I) contaron con una escalera, que quedaba completamente enterrada y rellena de arena tras depositar el cuerpo.

Las tumbas estaban cubiertas por una techumbre de madera sobre la cual se disponía con sumo cuidado la famosa colina primigenia, ajustada a los límites de la tumba y delimitada con muretes de adobe. Consistía en un montón de arena y cascotes que luego se enlucían y encalaban. Lo curioso es que esta colina, como toda la tumba, quedaba por debajo del nivel del suelo y no era visible.

Uno de los elementos más sorprendentes de los enterramientos es el gran número de servidores que eran sacrificados con el rey, hasta 590 se han contabilizado en torno a la tumba de Djer (tercer rey de la dinastía I), hombres, mujeres, enanos, y algunos de sus perros favoritos eran enterrados en torno a su tumba y al “palacio funerario”, unido a la tumba por una avenida ( el palacio funerario era destruído poco después de ser edificado), y señaladas en la superficie con pequeñas estelas de piedra.

Mientras que los reyes se enterraban en Abydos, los miembros destacados de la corte, por su parte, eran sepultados en Saqqara. Para ellos se creó un nuevo tipo de tumba: la mastaba, construcción de ladrillo rectangular que incluía una “fachada de palacio funerario”.

El tipo de tumba real descrito desapareció temporalmente durante la dinastía II, cuando los reyes tinitas decidieron enterrarse en Saqqara, junto a Menfis, la capital. Tras el breve retorno de los dos últimos reyes de la dinastía II a la necrópolis de Abydos, fue Djoser, primer rey de la dinastía III, quien trasladó definitivamente las tumbas reales ala necrópolis de Saqqara. En un principio, Djoser pensó en enterrarse exactamente del mismo modo que sus predecesores, es decir, bajo una colina artificial cuadrada y dentro de un recinto amurallado. Sea como fuere, lo cierto es que en un momento dado cambió de idea por una mastaba, después de haber ampliado en dos ocasiones su mastaba cuadrada, Djoser, decidió que su tumba necesitaba un cambio. Resolvió, entonces, convertirla en un edificio de cuatro escalones ( y no cuatro mastabas sucesivas, como se creía). No satisfecho con eso, al poco tiempo decidió sumarle un par de alturas más, hasta dejarla en el edificio de seis alturas de todos conocido. Se trata de una construcción que posee el perfil de una escalera, que es justo uno de los métodos que necesita el soberano para alcanzar el firmamento y reunirse con los dioses.

Se conseguía así unir en una única superestructura las bondades de la colina primigenia y la posibilidad de utilizarla como medio de acceso a las estrellas denominadas circumpolares, que nunca desaparecen del firmamento nocturno y que eran consideradas por los egipcios como la morada de los dioses.

El templo de Ra en Heliópolis, si bien menos conocido que el de Karnak, sobrepasa a éste en tamaño. Aunque apenas quedan restos de él, se sabe que existió al menos desde la dinastía II y que fue el centro del culto al dios sol. El elemento central de los ritos que en él se realizaban era la piedra ben-ben Se desconoce exactamente cómo era esa piedra, pero las pocas representaciones que de ella aparecen en los relieves la muestran como un cono con la punta achatada. Su forma y significado han llevado a sugerir que podría tratarse de un meteorito metálico, un tipo de adoración que hoy perdura en la Kaaba, el santuario de La Meca donde se conserva la piedra sagrada del Islam

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